Al desplazar las cortinas del salón de estar, detecté la presencia de un potente resplandor azulado, del que solo pude refugiarme bajando las persianas de mis párpados. Esa mañana, no estaba preparado para recibir mensajes positivos. Quizá solo fuese agotamiento físico y en realidad, las cosas marchaban bien. Pero hay veces que tiendes a aplicarle a la realidad un barniz especial, un filtro coloreado que te conduce inconscientemente a mezclarla con las inseguridades, con las dudas. Con las de ahora, con las vigentes e incontrovertibles, pero también con aquellas que llevas arrastrando desde épocas pretéritas y cuya vigencia, quizá solo pueda explicarse por algún tipo de rasgo masoquista.

En muchas ocasiones he tenido la sensación de que estos espectros del pasado se deben exclusivamente a una especie de penitencia por el mero hecho de disfrutar la vida. Déjeme que me explique, querido argonauta. No se trata de que la vida deba acarrear alguna especie de castigo, por el mero hecho de concursar el ella. No lo creo así. Probablemente, solo se trata de miedo. Miedo a secas. Estamos tan acostumbrados a acoger contrariedades, reveses, inesperados inconvenientes cotidianos, que acabamos por confundir hechos y deberes. Quiero decir que la elevada frecuencia estadística con la que se presentan las situaciones negativas, nos hace pensar en que la presencia de éstas es inevitable y, más aún, consustancial a la vida.

Y, mi querido argonauta, una de las pocas cosas que me ha aclarado la propia vida, a lo largo de este prolongado curso, en el que he podido volar libremente por cielos azulados, amables, pero también procelosos, borrascosos y tristes es que, si bien es cierto que los nubarrones están en el cielo y las tormentas descargan cuando menos te las esperas es que, a veces, todo depende de la ruta escogida. De elegir una especie de trayectoria migratoria que nos conduzca a lugares más cálidos y acogedores en invierno, y a entornos algo más recios en épocas estivales. De este modo, reducimos la probabilidad cuantitativa de que la acumulación de sucesos indeseables nos haga pensar que éstos son irrenunciables e inevitables, y que su presencia quede incorporada a nuestra mochila de viaje.

Salvo que aquella hoja de ruta que trazamos entre muñecas, balones de fútbol, bicicletas, amigos, parques, navidades y cumpleaños, la que llevamos tatuada en el alma, la única que hemos escogido libremente, apunte hacia otro destino y que alcanzarlo nos obligue a adentrarnos en mil Lagunas Estigia, simplemente porque no hay atajos.

En ese caso, hemos de procurar preparar bien el equipaje, camelarnos al barquero Caronte, y reclutar con nuestras acciones y afectos, a una selecta legión de argonautas, que nos apoyen en el recorrido. En caso contrario, quizá sea demasiado arroz para tan poco pollo, como suele decirse.