Cuentan los entendidos que el proceso de elaboración de un Sombrero De Panamá es muy lento, debido a que se trata de un procedimiento completamente artesanal. El material del que está confeccionado es muy sensible, y se ve muy perjudicado si se maltrata, se presiona siempre por los mismos puntos, se mancha o se descuida.

Algo así iba pensando yo, cuando mi grupo de amigos, los de siempre, coincidimos en la obligada cita de Año Nuevo. Cada uno había pasado la noche con sus familias y, más o menos recuperados, celebrábamos una especie de noche íntima, en compañía de las familias, novias o amigos o amigas especiales.

Lo cierto y verdad es que cada año había alguna baja nueva, que las conversaciones eran cada vez más tibias y que la rutina se imponía a la ilusión. Como ocurre en las relaciones de amistad, en los matrimonios o en los equipos deportivos, probablemente se trate de un proceso natural, pero duele comprobar que sucede.

A veces se trata solamente de arrojar un pequeño cebo, una carnaza si queremos, para conseguir que todo vuelva a su ser, que todo transcurra como antes de la monotonía de la pereza y la obligación. Y, no me pregunten exactamente porqué, decidí dar el primer paso. Siempre hay alguien que tiene que darlo, y quizás deba ser el primero que reconoce o diagnostica el problema. No hace falta compartirlo, confirmarlo, divulgarlo. Si tú lo detectas es que, probablemente, existe. Y resolverlo, a veces es una simple cuestión de correr el riesgo.

Durante las dos semanas anteriores, recorrí las viejas calles del Madrid de los Austrias, buscando algún tipo de elemento o detalle que pudiese ejercer las veces de cebo. Pensé en camisetas conmemorativas, en llaveros, en globos, en disfraces, en caricaturas, en bisutería, en libros. Nada de todo esto acababa de satisfacerme del todo, pero ¿saben qué?. Durante esos paseos, esos recorridos por las tiendas de principios del siglo pasado, esas conversaciones con los tenderos, contándome las particularidades de sus negocios, de sus vidas, alcancé un grado de satisfacción, de excitación, de ilusión, muy superior al de cualquier otro año. Mayor al de cualquier Navidad. Y desde luego, a pesar de que no había elegido el objeto, anhelaba nuestro reencuentro de Año Nuevo con una emoción absolutamente desproporcionada a la misión de selección y búsqueda que me había adjudicado.

Casi de casualidad, fui a caer en una de las sombrererías de la Plaza Mayor, semioculta por los soportales, por las casetas navideñas, por las ventas de globos, artículos de broma, figuras navideñas y guirnaldas de toda condición. Escoltada por los personajes de dibujos animados, que tomaban vida momentáneamente para los turistas, para los niños que veían a su Bob Esponja, a su Winnie The Pooh, intercambiar saludos y fotografías por alguna moneda sobrante. Solo buscando intensamente, alguien podría hallar el establecimiento, diríase que a resguardo de cualquier venta, sonreí con ironía.

Franqueé el umbral con respeto, pero con decisión. Intuía que ése podía ser el sitio. Gorras, txapelas, sombreros de fieltro…Me reencontré con Rick, con el mejor Bogart. Saludé al James Cagney de la Ley Seca. Intercambié unas palabras con el Capitán Butler, en presencia de Bette Davis, que exhibía una pamela que podría provocar un eclipse de luna.

En ese contexto, la llegada del dueño, del sombrerero, creo que cuerdo, me intimidó ligeramente. Le expliqué el problema. Quería algo que llegara al corazón, que uniera las almas, que avivara la llama de la pasión, que pudiera cohesionar a un pequeño ejército de excelentes seres humanos. El me advirtió: “No podrá conseguirlo sólo con unos sombreros, ¿es usted consciente?. Necesita un profundo amor, un deseo imparable de unirse a esas personas, usted necesita una verdadera misión suicida. Porque si ellos no sienten lo mismo, ya nada podrá ser igual que antes.”

No le faltaba razón, y así se lo reconocí. Pero ni Bogart, ni Rett Butler, ni Cagney, se echaron atrás. Y yo no iba a ser menos. “Necesito lo mejor. Sin vacilaciones. Búsqueme lo más especial que tenga en la tienda.” El sombrerero, mirándome fijamente, adoptó un ademan que solo podría encontrarse en un alma gemela o en un camarada de armas. La solidaridad, la amistad incluso, emanaban de sus pasos cuando se dirigió a un rincón de la tienda, donde halló un armario camuflado, sacó una llave de las que puede fracturar metatarsianos si aterriza en tu pie, y me invitó a rodear el mostrador, para examinar el armario de cerca.

Allí estaban. Los mejores sombreros del mundo, absolutamente artesanales, con detalles que los hacían singulares, pero manteniendo la dignidad y el rigor de las cosas únicas, de las que arrancan emociones y gozos. Elegí sabiamente, según creo. Organicé la entrega para Año Nuevo, me la jugué.

Y cuando hice mi entrada en el local concertado de todos los años, acompañado por una especie de guardia pretoriana que portaba columnas de sombrereras, las depositaban encima de la mesa, se retiraban discretamente al fondo del local, y me dejaron solo con el auditorio, supe que todo saldría bien. Que ellos y yo éramos uno solo, y que probablemente solo necesitábamos un pequeño impulso. Que la red que tejía nuestro sombrero y la que unía nuestras almas, era igual de artesanal, igual de valiosa, igual de singular, pero también, igual de delicada. Y había que cuidarla.