El Rama, sábado 3 de abril de 1982.

Isabela comenzó a participar, de manera activa, en la vida de El Rama, sin olvidar su compromiso con la lucha social. Solicitó formar parte de las expediciones sandinistas que periódicamente se adentraban en la selva con el propósito de visitar los poblados indígenas. Los ingenieros agrónomos, llegados de Managua, asesoraban a los oriundos de qué modo podían mejorar el rendimiento de las pobres cosechas. Los maestros alfabetizaban. Los funcionarios del gobierno explicaban los microcréditos. Isabela vacunaba a los niños del poblado y daba charlas a las madres.

Árboles, millones de árboles, masas descomunales elevándose hacia el cielo. Tras dos días de andadura, llegaron a un claro de selva. Varias chozas de tejado de palma presentaban tablones desajustados,  el viento húmedo se colaba en las humildes viviendas, suelos de tierra batida zigzagueaban a ambos lados de una calle embarrada en la que perros famélicos deambulaban erráticamente entre basuras. En el interior de las chozas, ningún mueble, apenas, en un rincón, la cama donde dormía la familia entera: el padre, la madre y una caterva de críos con el habitual vientre hinchado. Padecían altas fiebres, tuberculosis, bronquitis, gastroenteritis. Miseria absoluta. Cuando terminó de vacunarles, darles recomendaciones higiénicas y prescribirles todos los medicamentos que consideró oportunos, que fueron muchos, Isabela se sentó sobre la mochila en la que transportaba el instrumental sanitario y la farmacopea, de pronto, se encontró rodeada de niños y de mayores que no tenían el menor interés en los ingenieros agrónomos, en los maestros o en los funcionarios del gobierno que los observaban impasibles desde la lejanía con la tranquilidad del deber cumplido. Panchita, una vieja de treinta y seis años, de mirada triste marcada por el sufrimiento, tomó la palabra. Se quejó de dolor de cabeza; ese dolor de cabeza que era parte de ella. Explicó sin levantar la voz, como si rezara:

—Los contrarrevolucionarios entraron en nuestra aldea y nos mantuvieron, durante casi once meses, en auténtica esclavitud. Nos obligaron a sembrar comida y a trabajar para ellos. Las mujeres, incluidas las niñas, fuimos violadas. Cada día pasábamos de uno a otro. Cuando el ejército logró liberarnos, los ancianos, los muchachos, las mujeres y los niños, estábamos enfermitos de tuberculosis. Nosotras, repletas de enfermedades venéreas.

No lloró, ni cuando habló de sus hijos muertos por la tuberculosis. Tampoco, cuando relató que su marido había sido asesinado delante de toda la familia. Todos asintieron. Isabela la besó. Lloró abrazada a la mujer, hasta que vinieron a buscarla para iniciar el camino de regreso a la civilización.