Región del Caquetá (Colombia), domingo 5 de octubre de 1986.

Un adolescente de unos quince años pilotaba la canoa con motor fuera borda en medio de la llovizna malsana del trópico. Varias horas después, completamente empapada, en medio de la lluvia incesante, subí por una cuesta embarrada hasta una casa de ladrillo con tejado de uralita, rodeada de espesa vegetación.  Allí vi, por primera vez, a los guerrilleros del M19: Mario, Antolín y Masera, tres jóvenes que no pasaban de los veinte años, armados con AK47 y granadas. Iniciamos la marcha hacia el campamento avanzando por la tupida selva. Cuando penetramos el día se convirtió en aparente noche. Ni la lluvia, ni la luz del día podían atravesar aquella barrera de madreselvas que empapaban la piel y la ropa. Delante de mí, los guerrilleros iban abriendo camino a machetazos, rompiendo las hojas de las plantas. Trepamos por cuestas empinadas, atravesamos hondonadas y riachuelos, para volver, de nuevo, a trepar otras cuestas tan difíciles como las primeras. En numerosos trechos observé algunos espacios sin vegetación. Luego supe que eran sembrados de coca. Debido a la humedad del terreno, el camino se había convertido en fango y resbalaba con facilidad. Nadie hablaba. A menudo desfallecía en las cuestas y los guerrilleros tiraban de mí agarrándome de la muñeca o sacudiendo mi cuerpo por los hombros. Atravesamos una vaguada cubierta por bromelias. A mis pies, reptó una culebra con la cola roja. Me gritaron que me estuviera quieta; al cabo de unos minutos, desapareció. Por fin, hicimos un alto junto a un riachuelo. Los guerrilleros tomaron grandes hojas de plátano, las doblaron a modo de cuenco, las llenaron de agua, y me ofrecieron una para saciar la sed. Mientras me sacaba el agua de las botas de hule, escuché unas voces que se acercaban. En medio de la oscuridad, aparecieron otros dos guerrilleros que acudieron a mi encuentro. Era evidente que Carlos había dado órdenes muy precisas de cómo debía ser recibida y conducida. Embarrada de pies a cabeza, con las manos llenas de espinas, arañazos en la cara y respirando con dificultad, llegué por fin al pequeño campamento. Era un puesto de vigilancia avanzada del campamento principal en el Caquetá.

Alrededor del fuego, y en medio de un calor infernal, vi al grupo de hombres y mujeres que regresaban del baño diario; vestidos con uniformes de camuflaje, pañoleta con los tres colores del M19: azul, blanco y rojo, atada al cuello y botas de hule, hablaban animadamente mientras se secaban. Me ofrecieron gallopinto y agua de panela y me ayudaron a instalar el cambuche, una especie de pequeña tienda de campaña formada por un toldo que descansa sobre dos palos clavados en el suelo. En pocos minutos, caí profundamente dormida. A las 4.30 a.m. me despertaron las conversaciones de los guerrilleros que se acercaban a la hoguera para servirse un tintico, y acto seguido procedieron al rito militar de protección del campamento que no conocía de días festivos y se realizaba, de manera invariable, cada jornada. El capitán del grupo me entregó el fusil Fal con la munición correspondiente, a partir de entonces me acompañaría hasta la entrega de armas. Cada uno se situó en el puesto designado alrededor del perímetro del campamento y, en un silencio absoluto, escrutó la parte de selva que debía rastrear. Los ataques del ejército siempre eran a esa hora, lo que les permitía estar prevenidos.

A las 8.00 a.m., acompañada de Mario, Antolín, Masera y dos guerrilleros más, me puse de nuevo en marcha hacia el gran campamento que el M19 mantenía en el Caquetá. Anduvimos durante toda el día y al anochecer alcanzamos el Macizo Colombiano, a más de 3000 metros de altura, un lugar repleto de bosques y páramos que nos permitía mantenernos a salvo de los ataques del ejército. Allí se concentraba la plana mayor del M19. El recibimiento fue cordial desde el principio. Rápidamente me sentí parte del grupo. El comandante Barrionuevo, por petición de Carlos, me adoptó como a una hija. Pasaba largas horas junto a mí, explicándome cómo era la vida en el campamento y qué normas me ayudarían a formar parte del grupo y a integrarme en la guerrilla. Decidí llamarme Esperanza, quizás porque era el sentimiento que mejor definía mi nuevo estado de ánimo. En cuanto descubrieron que era enfermera, dejaron bajo mi responsabilidad la salud del grupo guerrillero, lo que no me libraba de participar en trabajos comunitarios, en especial, de la cocina, atendida de manera rotativa por cada uno de nosotros. Yo quería combatir y pronto tuve la oportunidad de hacerlo, sin embargo, duré poco en los combates; de manera inmediata me sacaron de la línea de fuego para que prestara atención sanitaria a los heridos.

Iniciaba una nueva manera de enfrentar la vida. Entré a formar parte de un grupo de fuertes vínculos donde no existía el egoísmo: todo era de todos y no se negaba al compañero aquello que necesitaba y tú tenías; un grupo donde los demás tomaban el lugar de las relaciones personales que habías dejado afuera y las sustituía  con eficacia; un espacio vital alejado de convencionalismos, en el que era imposible aventurar qué sucedería mañana, no sólo porque cada día era distinto, quizás vivido en un lugar diferente, sino porque nunca se sabía cuándo la paz del campamento iba a verse amenazada por fuerzas cuyo único propósito era la aniquilación del grupo, y para  poder escapar dependías, a partes iguales, del compañero que protegía tu espalda y del azar que permitía advertir el ataque a tiempo de protegerse o de huir sin dejar a nadie atrás; un colectivo ilegal y clandestino donde me jugaba diariamente la vida.

Me había convertido en guerrillera del M19 y nada sería igual. Carlos ya me lo había advertido y no había exagerado.

Durante cuatro años, primero en esta selva del Caquetá y después en las altas montañas del Cauca, aquel campamento, u otros similares, fueron mi hogar[1].

 

[1] NOTA DEL AUTOR: Entrevista realizada, en el verano de 2001, a Irune Otegui Ruíz.