El Rama, viernes 4 de febrero de 1983.

La región de Zelaya sufrió las consecuencias de la escalada militar. Escaseaban las provisiones. Al campesinado indígena le faltaban semillas, abonos orgánicos, machetes y las indispensables botas de hule para moverse por los caminos embarrados. Además, sufrían las continuas idas y venidas de la guerrilla contrarrevolucionaria y del ejército que las combatía.

Los pobladores de una aldea situada en un remanso del río, rodeada de maleza y grandes árboles, a un día de viaje en canoa, le explicaron a Isabela las tretas que la Contra usaba para obligarles a colaborar con la guerrilla. Inició el relato un hombre de unos setenta años, piel cobriza, llena de arrugas y mirada acuosa:

—Emplean métodos crueles para reclutarnos. ¿Sabe usted, señorita? Cuando la Contra pasa por la casa de un campesino, le dice: “Nos vas a llevar a tal lugar”. Él no puede negarse. Tiene que acompañarles, si no quiere que le maten a él y a la familia. —Realizó un movimiento como si cargara un bulto pesado en la espalda, recogido del suelo y añadió—. Nos obligan a cargar con una mochila y luego nos dicen: “Mira, te han visto con nosotros y piensan que eres de los nuestros. Así que cuando te cojan, te van a fusilar”. Entonces ya no tenemos otra opción, que enrolarnos con ellos. No hay nada que podamos hacer para impedirlo.

Otro, que dijo llamarse Pedrito, de unos veinticinco años, tan bajo que parecía un niño, vestido totalmente de azul, se puso en pie, se quitó la boina como si entrara en un funeral y añadió:

—Usan métodos, todavía más crueles, para comprometernos.

Hizo una pequeña pausa. Isabela observó terror en la mirada del grupo. Sabían qué iba a contar. Él añadió, sin levantar la voz, como si revelara un secreto:

—La Contra puede obligar, a cualquiera de los estamos aquí presentes —Hizo un gesto circular a su derredor con la mano derecha, la dejó en la garganta y añadió, bajando aún más la voz, transformada en susurro—, a degollar a una persona que ellos desean eliminar. Llegan y nos amenazan con matar a toda nuestra familia, si no obedecemos. Cuando el infeliz comete el crimen, debe quedarse con ellos para que el ejército no le fusile. Le han hecho maldito por siempre. —Elevó la voz, transformada en grito—. ¡Le han convertido en asesino! ¿Qué se espera que nosotros hagamos, señorita?

El mal se presentaba para aquella pobre gente con dos caras igual de aciagas. La llegada de la revolución les impuso métodos comunistas para la organización del trabajo colectivo de las tierras, violentando las tradiciones ancestrales. Cuando se resistían, el ejército sandinista los reprimía con dureza. Indefectiblemente, morían a manos de unos o de los otros, pero siempre terminaban masacrados. Isabela no sabía qué hacer para evitar tanto sufrimiento injusto. Sus quejas a Hipólito Fuensanta no encontraban nunca respuesta, y la Contra, cada día, era más activa en Zelaya.