Managua, lunes 10 de septiembre de 1979, 11.12 a.m.

Fui la última en desembarcar. Al traspasar el umbral de la puerta del DC10 de Iberia recibí en la cara el azote de la tormenta. Completamente empapada, no pude mantener abiertos los ojos. Resbalé y caí sobre la pista de aterrizaje. Con la certidumbre de que la vida se había convertido en un descalabro, y que no podía ir a peor, levanté la cabeza y contemplé al pasaje que corría a refugiarse del aguacero. Creía que nadie me había visto, cuando escuché mi nombre a mis espaldas:

—¿Compañera Irune? —dijo un militar, con pómulos de indio y bigotito—. Soy el capitán Marco Suárez. La esperaba.

Me tendió la mano y ayudó a levantarme. Zarandeados por la tempestad, me arrastró tras él.

—Apúrese, señorita.

Los pasajeros se apretujaban en la terminal, aguardando a que el turbión diese un respiro.

—Espere aquí, Irune —dijo el capitán—. Deme el pasaporte.

Tomó los documentos y desapareció. Mis ojos se detuvieron en un televisor destartalado que, sin voz, emitía imágenes del último atentado de ETA en España. Un hombre bautizado en barro deambulaba cargando con un cuerpo negruzco, del que colgaban, inertes, los bracitos de una criatura aplastada. Le reconocí: era mi vecino, Anchón Gurruaga, segundo de mi padre, quien trastabillaba con su niñita Valeria en brazos.  «¿Dónde está la mujer? ¿Muerta? ¿También mis padres?». Sentí la arcada. Las imágenes no cesaban de aumentar la angustia. El capitán se aproximó a mí.

—No se preocupe, Irune. Lo sabemos todo. Nosotros cuidaremos de usted.

—¿Han muerto mis padres?

—Su madre ha sido una de las víctimas… lo lamento. —Le miré  amedrentada y añadió—. Irune, pronto se conocerá la verdad, pero estará a salvo entre nosotros.

Vomité sobre mis zapatos por segunda vez. Me alejé del capitán. Recorrí la terminal buscando un teléfono. Las hileras de asientos encajonaban a los que se mantenían de pie en pasillos de difícil acceso, desembocados siempre en nuevas filas de butacas que obligaban a retroceder, o en patrullas militares que impedían el paso, como un laberinto del que era imposible escapar. «Necesito escuchar la voz de mi padre», repetía. Los pasajeros me abrían hueco. «El castigo divino debe terminar aquí y ahora». Descubrí, junto a la puerta de acceso a las pistas, un locutorio sin cristales. Corrí. Descolgué. «No, por favor no…». Supe que no había vuelta atrás. «Estoy condenada, sin línea». Había entrado definitivamente en la tenebrosa morada de los muertos en vida. «Jamás regresaré a casa». El capitán había seguido mis pasos, cogió mi mano y susurró:

—Hágame caso, Irune, tenga ánimo. La vida nos coloca a veces ante acontecimientos que no sabemos de qué modo afrontar, sin que se detenga a darnos respiro. Créame, lo sé por experiencia. No podemos capitular ante la adversidad que busca destruirnos. —Comencé a  llorar desconsoladamente—. Ahora le parece que está sola en un lugar extraño, pero no es así. Nos tiene a nosotros. —Apretó con fuerza mi mano—. Me tiene a mí… La esperan. Permita que esta noche se ocupen de usted; la ayudarán con todo; es buena gente. Descanse y mañana se sentirá mejor. ¡Vámonos de aquí! Ya no llueve.

Había dejado de llover, pero amenazantes nubes oscuras se mantenían inmóviles sobre nuestras cabezas. Me dejé llevar por una carretera constreñida entre altos muros, coronados con serpentinas de alambre de espino, cuyo único propósito era ocultar las mansiones que protegían. El capitán me explicó que eran haciendas abandonadas por los generales de Somoza, construidas con el saqueo del pueblo. Después guardó silencio. Me observó incómodo hasta que entramos en Managua, ensombrecida por la tormenta cuyas nubes bajas aumentaban el color grisáceo  de las fachadas, heridas por el terremoto y por la dureza de la batalla vivida en sus calles. Me recordó una ciudad de la segunda guerra mundial, bombardeada, envuelta en un asfixiante halo de humedad que flotaba sobre los charcos del pavimento.

—Somoza, después del terremoto de 1972, ingresó en su cuenta toda la ayuda internacional que llegó a Nicaragua.

Cerré con fuerza los ojos. «¿Qué me importa a mí, aquello que le haya pasado a esta maldita ciudad o a este país? ¿Por qué no se calla de una vez?». Él continuó:

—Ordenó que se confiscaran todos los víveres y las medicinas recibidas y, después, el muy canalla los vendió. —Hizo una pausa y dijo—. A lo mejor, señorita, se pregunta por qué no hicimos algo para disuadirlo. —Volvió a permanecer callado durante varios segundos, con la mirada fija en la carretera—. No pudimos. —Elevó la voz por encima del motor—. Dos años antes del terremoto había impuesto el estado de sitio. La censura impidió que la prensa hablara de las malversaciones. Ha dejado un país arruinado, repleto de viudas y de huérfanos… ¡Maldito sea!

Su voz se transformó en la del guerrillero intrépido, en aquel que había liderado a un puñado de hombres hambrientos, mal uniformados, obligados muchas veces a tener que usar armas arrebatadas a los guardias muertos y, a menudo, a compartirlas con los compañeros.

—La Guardia Nacional ejerció tal terror, que muy poca gente se atrevió a oponerse a su dictadura. —La cólera le robaba el aliento—. Regresé un día a casa… y encontré que los guardias habían asesinado a mi papito porque se había resistido a que se llevaran nuestra vaca… —La voz comenzó a temblarle como si no hubiesen transcurrido cuatro años de aquello—. Le mataron a culatazos sin compasión… delante de su familia, sordos a las suplicas de mi madre y de mis hermanos pequeños… Los encontré aterrorizados sobre un cuerpo tan machacado que había abandonado la apariencia humana, tan… destrozadito…, al pobre, le habían dejado —Recuperó la entereza, y concluyó—…, después de darle cristiana sepultura, me uní al Frente y luché hasta que entramos en Managua.

Durante toda la conversación, ni una sola vez le había dirigido la palabra, ni mirado a los ojos. La historia no me conmovió. Me sentía sucia, extenuada; continuaba sin poder reconducir  los pensamientos que descarrilaban con violencia, por preguntas sin respuesta. Sólo quería quedarme al fin sola y llorar. El capitán se detuvo frente a una vieja mansión de dos alturas, requisada por la revolución, de aspecto colonial: balcón corrido, entrepisos de madera y altas paredes de gruesos adobes con revestimientos de argamasa. Me dijo que era la sede de los internacionalistas. La puerta de madera maciza se encontraba abierta. Un grupo de jóvenes de mi edad  con ropas ligeras conversaba en el vestíbulo. Todos, maestros o sanitarios, eran los portadores de las ayudas que las organizaciones humanitarias habían enviado con el propósito de levantar aquel pequeño país, no mayor que Extremadura y Andalucía juntas, cuya población, mayoritariamente analfabeta, había carecido de cuidados médicos elementales durante los últimos cincuenta años. Aguardé junto al capitán hasta que una joven pelirroja salió a nuestro encuentro; sonrió a mi acompañante, me besó y dijo en perfecto español, con ligero acento francés:

—Hola, soy Bea, ¿eres la enfermera española? Irune, ¿verdad? ¡Bienvenida! Perdona el desorden. No termina de llegar gente y cuesta trabajo acomodarlos a todos. ¿Dónde está el equipaje?

Había huido con lo puesto. Me esforcé tanto en que mi madre no adivinase lo que estaba a punto de hacer, que no me atreví ni a coger el cepillo de dientes.

—Han perdido el equipaje y no tengo nada, nada. ¡Qué desastre! —balbuceé.

—¡Espera!

La joven desapareció furtivamente por una puerta lateral del vestíbulo. El capitán acercó la mano derecha a la visera de la gorra militar; me miró y dijo que al día siguiente me acompañaría al ministerio de Salud; después me dejó sola. Nadie se fijaba en mí y me sentía cómoda. Unos minutos después, Bea me tocó la espalda.

—Ya estoy aquí. Te traigo un par de vestidos, ropa interior, que creo que es de tu talla, y útiles de aseo. —Me alargó la bolsa y preguntó— ¿Quieres comer algo? —Negué con la cabeza. Añadió—. Entonces te acompaño al lugar que te he reservado hasta que te adjudiquen un destino. ¡Sígueme!

Ascendimos por una escalera de madera cubierta por una larga alfombra. Me condujo por el pasillo del segundo piso que daba acceso a varias habitaciones sin puertas, amuebladas con literas y colchones apilados hasta el techo.  Bea me mostró el cuarto de baño y la ducha comunitaria. Llegamos al final del pasillo, me señaló un hueco en el suelo, debajo de una ventana con mosquitera incidían los rayos de sol  rasgando las negruzcas nubes; se disolvieron en cuanto fijé la mirada sobre ellos. «Huyen de mí», pensé.

—Lo siento, es cuanto hay por el momento, pero estarás bien. No te preocupes por la falta de cristales: aquí nunca hace frío. Si quieres algo, me buscas. Descansa un rato. A las 8 p.m. es la cena.

Vacié el contenido de la bolsa, escogí un vestido sin mangas de color beige con florecitas amarillas, un sujetador y unas bragas que no eran de mi talla; en el cuarto de baño me desvestí, hice un amasijo con el vestido manchado de barro y vómito y la ropa interior que había llevado durante más de cincuenta horas, y lo dejé en un cajón repleto de basura. Isabela, mi prima, me observaba desde el espejo. Rompí a llorar. «Ella jamás lo hubiese hecho», pensé. Debajo de la ducha, reconfortada por agua tibia, los pensamientos comenzaron a discurrir atropelladamente, dando vueltas y más vueltas en mi cabeza. La última vez que la había visto teníamos diez años. «Fue cuando mi padre pidió el traslado al País Vasco. No he querido saber nada más de ella, ni he contestado a ninguna de sus cartas». Siempre había querido ser Isabela; pude serlo, aunque, en aquel tiempo, si alguien me hubiera preguntado, yo lo habría explicado de otra manera, con otras palabras. Y de pronto, como si reventara una arteria, emergió una angustia que me impedía respirar: «¡Soy un peligro para los míos! ¿Cómo he podido hacerlo?». Me di una fuerte bofetada y sentí alfilerazos en la cara, que el agua no alivió. Me castigaba. Lo merecía. Recordé a mi padre en El Toboso abofeteándome. Hubiera dado cualquier cosa por tenerlo delante de mí y me diera otra paliza, me golpeara con tanta rabia que me dislocara; de esa manera, me hubiera podido desmayar. Era lo que quería. Perder el conocimiento. Había decidido eliminar todo recuerdo de España. Pero era imposible. Una y otra vez lloraría, y siempre por lo mismo. Unos golpes en la puerta me retornaron a la realidad.

—¿Estás bien? —gritó Bea—. Me ha parecido oírte llorar.

—Gracias, estoy bien. Ahora mismo salgo —contesté.

Por fortuna no esperó a que abandonara el cuarto de la ducha. Busqué la habitación y me dejé caer sobre el colchón, en el hueco que Bea me había asignado. Quería dormir, desaparecer, al menos, hasta la cena, pero mi mente se llenó de imágenes del derrumbe y de mi Valeria muerta, que, sin conseguirlo, intenté olvidar. Mientras lloraba, rememoré la pesadilla de lo ocurrido dos días antes.

 

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