Cali, sábado 29 de octubre de 1988, 1,22 p.m.

Me tomó de la mano y me condujo hasta el restaurante La Bodeguita, ubicado en un lateral de la plaza. Estaba repleto de turistas. Nos sentamos en una mesa del fondo, junto a una pared pintada de amarillo, un gran zócalo de madera abría  el restaurante a la calle. Olía a carne a la brasa.

—Mi nombre en clave es Loren. Me han pedido que te transmita lo mucho que agradecen la decisión que has tomado. También, que confíes en aquellos que han enviado con la misión de guiarte hasta el campamento. Están entrenados para cuidar de ti. Hay peligro, pero está todo controlado.

Llamó al camarero. Su gesto era relajado. Pidió arroz atollado, especialidad de la casa, guisado con costilla de cerdo, patatas y trozos de chicharrón. Quería aparentar tranquilidad, pero me costó trabajo terminar la comida. Me acordaba de mi hijo. No cesaba de preguntarme si hacía lo correcto. Mi acompañante se mostraba atenta, pero no me dijo su nombre, ni me preguntó el mío. Pagó la cuenta y me acompañó en autobús urbano hasta la universidad del Valle. Frente a los edificios universitarios, nos esperaba un Ford blanco, tipo campero. Intercambió unas palabras con el conductor, un negro de apenas veinte años. Se despidió de mí, y el Ford tomó la carretera de Popayán. A las dos horas llegamos a la ciudad. En ese tiempo, el conductor no me dirigió una sola palabra ni una mirada por el retrovisor. Atravesamos la ciudad. Tomó la carretera hacia el cerro Munchique. Una hora después, se detuvo en una pequeña hacienda cercana al Parque Munchique, cubierto de nubes. Salió a recibirnos un viejo campesino de rostro ajado, que no habló. Me ofreció un plato de gallopinto y agua con panela. El conductor abandonó la cabaña. El viejo estuvo en el exterior unos minutos con él. Los oía murmurar, sin entender qué decían. A su regreso me entregó una manta, colocó un colchón sobre el suelo de tierra y me hizo una señal para que me acostara. El sueño me venció mientras escuchaba el crepitar del fuego. El viejo mantuvo vivas las llamas durante toda la noche. De madrugada, me despertó con un vaso de tintico caliente. Hacía frío. Otro conductor, de poco más de dieciocho años, imberbe y con una boina azul calada que le tapaba los oídos, me esperaba al volante del Ford. Inició la marcha por caminos de herradura. A nuestra espalda observé el majestuoso volcán Puracé, al otro lado del valle. Durante varias horas transitó por vías de acceso imposible. El Ford se retorcía y brincaba sorteando surcos que había abierto el agua. Finalmente se detuvo a unos tres metros de un hombre sentado bajo un roble; un rayo había partido en dos el tronco centenario. Sujetaba el ronzal de un borrico que no se mantenía quieto.

—Baje, señorita. Desde aquí sigue con este compañero —dijo el conductor, rompiendo un silencio que nos había acompañado todo el camino.

Dio media vuelta y regresó por donde habíamos venido.

—Me llaman “Manco”, señorita.

El desconocido soltó una sonora carcajada y me mostró la mano derecha inválida, agarrotada, que no le impedía sujetar con fuerza al borrico que se removía inquieto. Tendría unos cuarenta años, montaraz, el rostro quemado por el sol; vestía ropas de campesino que cubría con un poncho de rayas multicolores.

—Vamos, señorita. Nos queda un largo camino.

Me ayudó a montar sobre el jumento, me aferré a la cincha que aseguraba la silla a la cabalgadura, y emprendimos la marcha. El páramo entre frailejones[1] se extendía dirección a la gran cordillera, parecía el espinazo de un animal prehistórico. La mochila dificultaba la estabilidad sobre el borrico, y, en ocasiones, Manco tenía que ayudarme a recuperar el equilibrio. Sujetaba con fuerzas las riendas, obligando al animal a subir y a bajar las empinadas cuestas. Alcanzamos la divisoria de una de las estribaciones del gran macizo montañoso. El tránsito humano había formado una senda que recorría el país de norte a sur, había muy pocos árboles, sólo algunos pinos colombianos, robles y la palma de cera, el árbol icónico de Colombia, que alcanzaba los ochenta metros de altura.

Al anochecer llegamos a una humilde casa de paredes de cañabrava sin embarrar, cuyo techo de palma descendía casi hasta tocar el suelo. Hacía frío y llovía con intensidad. Un matrimonio indígena, abrigados con mantas de lana color marrón, nos invitó a entrar. La casa estaba impregnada de un persistente olor a bestia de carga. La mujer nos ofreció panela y un guisado de carne. Fueron tan parcos en el trato, que no guardo ningún recuerdo de ellos. Al día siguiente emprendimos el camino, esta vez a pie. Manco me indicó que me calzara las botas de hule.

Las cuestas eran tan empinadas, que difícilmente el borrico las hubiera escalado. El arcilloso terreno atrapaba mis botas hasta los tobillos a medida que avanzaba. Numerosas torrenteras bajaban repletas de agua, y no paraba de caerme. Precisaba de Manco para levantarme. De vez en cuando, me detenía y vaciaba el agua que se acumulaba dentro de las botas. Encrespados cerros y montañas frías atravesaban la ascensión de la parte alta del macizo. Escalé varios salientes rocosos, los arbustos raspaban mis manos invadiéndolas de espinas. Al atardecer, Manco se detuvo delante de una cueva. Grandes piedras protegían la entrada del gélido viento vespertino. Por el montículo de cenizas y leña seca apilada junto a una de las paredes, dedujimos que era un refugio de caminantes. Manco encendió una hoguera. Diluyó un trozo de panela en una lata y sobre una piedra caliente cocinó arepas[2]. Fue nuestra cena. Durante la noche se desató una gran tormenta. Manco me arropó con su poncho y avivó el fuego. Le di las gracias y me sonrió. Cuando me despertó, aún no había amanecido; una inmensa luna llena reinaba en el cielo e iluminaba el interior del refugio. Bajo esa fría luz, reparé en la lata que, encima de la hoguera mortecina, desprendía un estupendo olor a café. Manco seguía cuidando de mí.

El ascenso hacia las fuentes del río San Joaquín, afluente del río San Juan de Micay, poco a poco fue siendo más selvático. Las cuestas eran pronunciadas y resbaladizas. Las piernas no me respondían. Me sentía tan exhausta, que era incapaz de avanzar un metro más.

—Manco, por favor, déjame descansar aunque sea un momento —le supliqué.

—De acuerdo. —Se detuvo—. Pero no te sientes, o no te podrás levantar otra vez. —Se acercó a mí y me tocó las sienes—. Cierra los ojos. Visualiza el cóndor, durante todo el camino, ha sobrevolado por encima de nuestras cabezas. ¿Lo ves en tu mente? Observa qué majestuoso es el vuelo. No te esfuerzas; tu cuerpo es liviano como una nube; te sostienes sin apenas movimiento. ¡Siente la energía! No te fatigas, no te cansas. ¡Mírame, Isabela! ¡Tú eres el cóndor! Continuarás ascendiendo, caminarás sin esfuerzo, y muy pronto llegaremos al final del camino.

Le creí.

Al atardecer, escuchamos unos agudos silbidos que el eco expandió por los riscos de la montaña. Manco respondió a ellos con otros largos y cortos. Las piedras rodaron montaña abajo, delatando la presencia de los francotiradores por encima de nuestras cabezas. Nunca llegué a ver quiénes eran. A medida que avanzábamos por la depresión de un arroyo de aguas bravas, los silbidos se hicieron más frecuentes. Llegamos a la parte alta. Un mar de cambuches, perfectamente alineados como un libro abierto, cubrían los dos márgenes del río.

[1] Extraña planta de tronco grueso, con hojas muy velludas. Es típica del páramo del Cauca. Los guerrilleros colocaban sus flores en el suelo de los cambuches, porque aíslan del frío y son confortables.

[2] Tortitas hechas con harina de maíz y agua.