Se despidieron y emprendieron el camino por una senda paralela al río Pance, en cuyo lecho yacían grandes rocas blancas, rodadas desde las montañas por las frecuentes avenidas. Un cartel, clavado en una gran ceiba, indicaba sobre una flecha de madera: “CRUCE DEL RÍO PANCE, EN DIRECCIÓN A LOS FARALLONES”. Eduardo tuvo dificultades en saltar de una piedra a otra, e Isabela, tomándole de la mano, le ayudó. Al otro lado del río, la senda se adentraba entre árboles de cuarenta metros de altura. Resbalaban por la pendiente embarrada, una y otra vez, caían de rodillas. Tras dos horas de dura ascensión, Eduardo Montero experimentó mareos, náuseas y dolor de cabeza. Se detuvo y de la mochila extrajo un termo con mate, del que bebió unos tragos. El bosque tropical dio paso a una cuesta empinada de la que sobresalían grandes rocas sin vegetación, finalizaba en una pared vertical de unos seis metros de altura. Eduardo Montero escaló con la ayuda de Isabela, quien iba detrás de él indicándole dónde debía colocar los pies. Al no portar ninguna herramienta, ni cuerda de escalada, el diácono tuvo que valerse, únicamente, de la fuerza de sus brazos, a menudo le suplicaba a Isabela que le prestara apoyo pues temía despeñarse, cuando finalmente llegó a la cima, estaba exhausto, pero decidieron continuar mientras hubiese luz diurna.

Anochecía cuando llegaron a Los Balcones, a 3500 metros de altura, a cuyos pies titilaban, entre un mar de nubes, las luces nocturnas de Cali. Comenzó a diluviar y montaron el cambuche en una repisa en la que crecía abundante hierba, rodeada de grandes losas de piedra. Cenaron carne en conserva y huevos cocidos. Durmieron ateridos de frío, el uno junto al otro. La gran tronada zarandeó la pequeña lona durante toda la noche, sin que, por el cansancio acumulado, tuvieran conciencia de la misma. Con los primeros rayos de sol, prepararon un caldo caliente de panela con avena y contemplaron la magnífica panorámica del valle, la ciudad de Cali, extendida sobre la margen izquierda del río Cauca. La catedral metropolitana y el gran zoo eran claramente visibles, y de la majestuosa cordillera occidental que los arropaba, una de las zonas más quebradas del país, surgía un conjunto de montañas que separan las aguas de las cuencas del Pacífico que fluyen hacia el río Cauca. Sacudidos por el viento de poniente, emprendieron el camino hacia Las Lagunas, en dirección hacia Pico Pance a 4000 metros de altura, en ese margen se encontraba el campamento. Avanzaban negros nubarrones desde el Pacífico, que, al rozar la montaña, se transformaban en densa niebla. Llegaron al mediodía.

Los cambuches se encontraban repartidos entre numerosas charcas de agua cristalina, todas de distinto tamaño, distribuidas a lo largo y ancho de una meseta recubierta de matorrales de ericáceas, bromelias terrestres, violetas silvestre y rocas tapizadas de un musgo verdoso cobrizo. Los francotiradores reconocieron a Isabela, por lo que accedieron sin contratiempos pero, al llegar a los cambuches, se vieron rodeados de veinteañeros, hombres y mujeres uniformados con trajes de camuflaje y armas en las manos,  quienes, deseando recibir noticias de la capital y descubrir quién era el acompañante de la enfermera, se arremolinaron alborozados en torno a ellos. Preguntaron dónde se encontraba el comandante Carlos. Isabela, temerosa del encuentro con Irune, sentía cómo el corazón le latía cada vez más desbocado. De soslayo, miró en derredor intentando descubrir dónde se encontraba, sin aún saber qué le iba a decir cuando estuvieran frente a ella. Irune se abría paso entre la multitud. Por unos segundos las dos se miraron en silencio. No hicieron falta palabras. Irune leyó en los ojos de su prima la inmensidad de la tragedia.