Despierta el alba en la ciudad de Hong Kong, la ciudad con mayor esperanza de vida del mundo y la más cara de todo el planeta. Una ciudad que no duerme, pero durante las horas centrales de la madrugada es un simple zumbido de avispa el que corre por el aire de la ciudad. Sin embargo, según llega la claridad del día es como si un avispero se hubiera escapado de la colmena. Coches, metro, autobuses, gente caminando como zombis…, y la Señora Wong con su carrito.

Tiene una edad indefinida, pero no baja de los setenta años, seguro. Su pelo es un mar de plata escaso, peinado con raya al medio y recogido en un diminuto moño pegado a la nuca. En su juventud no fue bajita, pero ahora su espalda está más bien encorvada y arrastra los pies. Su gesto, no es hosco, tampoco sonriente. Un rictus afable recorre todo su rostro. Nariz chata, boca chiquita en la que apenas se la ven sus labios y unos ojos, ¡qué ojos!, rasgados, pero de un mirar que parecen los de dos sabuesos buscando a su presa.

Tira del carrito despacio, esa mañana está más cansada que de costumbre, no ha dormido bien y, para colmo, se ha levantado nostálgica, recordando su ayer cuando se casó y se enamoró de su esposo el mismo día que lo conoció en los esponsales, tuvo dos hijos, tenía una casa y un plato de comida siempre caliente… Ahora, por el contrario, no tiene nada.

Su esposo resultó un bebedor y maltratador; de él solo se pudo librar hace cinco años cuando murió. Entonces la quitaron la casa, los pocos ahorros que tenía pues había demasiadas deudas que pagar.

Sus hijos habían muerto diez años atrás en un accidente; entonces ella también quiso morir, pero no tuvo valor para quitarse la vida, aunque murió por dentro. Cuando enviudó, el estado la pasó una pensión de trescientos euros, pero con eso no tenía ni para compartir una habitación, con lo cual tomo una decisión drástica o la vida la tomó por ella. Viviría en la calle.

Sí, la Señora Wong vive a la intemperie como muchos en Hong Kong y se busca el sustento como puede con su carrito. En él van sus pocas o mínimas pertenencias y hay el suficiente hueco para meter cartón.

Sí, la Señora Wong busca cartón como cinco mil abuelas más de la ciudad. Antes la pagaban mejor, ochenta o noventa céntimos el kilo, pero desde que China prohibió la importación de cartón, ahora la pagan a sesenta céntimos.

Trabaja unas quince horas al día y recauda, con suerte, un poco menos de cinco euros.

Pero, hoy, el día, pesa demasiado, la cuesta respirar, la soledad la siente como una losa mientras empuja el carrito y se pregunta para qué de tanto esfuerzo. Para, mira al cielo, ese tan lejano que crece en la cúspide de los rascacielos y un puñal, de pronto, se clava en su pecho, Cae al suelo doblado su cuerpo en dos.

Solo la da tiempo a ver cómo su carrito avanza a la deriva por la avenida; no más y cierra los ojos para siempre. Por fin, alguien le ha escuchado.