Me he ceñido a mis pensamientos para no aterrorizar inútilmente a mi valentía, y he mirado por la ventana de mi imaginación para observar la ciudad que amanece despejándose de la pereza de la noche. Sin embargo despierto arrebujada entre la bruma. No ves sino este blanco grisáceo que va girando, girando, es una espiral sin quietud aunque cuando la mires creas que no se mueve; se mueve, igual que la vida que no para quieta. Bruma silenciosa que, si callas tus propios pensamientos, escuchas el susurro de mar, hoy aguas mansas, ayer valientes cobardes azuzando a mi costa tan débil y miedosa que iba triturando cada pestaña de mis sentidos…

-El siguiente.
-Buenos días.
-Su nombre, por favor.
-Teresa García Redondo.
-Usted dirá, señora García, ¿viene a denunciar, verdad?
-Sí.
-Dígame, ¿un robo?
-Sí.
-¿Fecha?
-27 de junio.
-Señora, hoy es 11 de mayo.
-Lo sé, pero mi denuncia data del 27 de junio del 2001.
-Señora, ¿se encuentra usted bien?
-Perfectamente.
-Señora, no sé si usted se ha dado cuenta que han pasado quince años, ya no se puede hacer nada.
-Depende cómo se mire, hay cosas que no prescriben nunca y menos si no las denuncias, ¿no cree?
-Dígame, ¿por qué ha esperado tanto tiempo?, ¿es que hasta ahora no se dio cuenta que la habían robado?
-Fui consciente del robo desde el primer segundo que los dos ladrones se acercaron a mí.
-Disculpe, señora, entonces no lo entiendo.
-Hasta hoy al amanecer no tuve valor.
El policía ha comenzado a removerse en la silla, a pensar que los chiflados de fin de semana son los peores. Su psicología le dice que no soportan el silencio, la soledad de los días festivos. Se atusa su calva rosácea, apenas le queda un espigón de pelo perdido en su océano craneal, tan brillante como el mármol. Busca la paciencia necesaria, la comprensión al semejante dolorido para no echarle de un puntapié del despacho porque, ¡qué noche de guardia ha pasado!, y como colofón una mujer que ha perdido el norte a las siete y media de la mañana. Suspira, la mira de frente y ve unos ojos firmes, mirándole inquisitivamente. “¿Son dorados con briznas verdosas? Son muy hermosos” piensa el policía, “y las facciones que los acompañan, también. Si ha de ser justo, esa mujer no tiene pinta de desnortada. Muy por el contrario, me demuestra dignidad en su gesto, elegancia y educación en su pose, y sus ropas, aunque discretas y sencillas, no son de mala calidad, ¿entonces, qué le puede pasar a esa fémina?” Vuelve a suspirar y dirige su mirada al teclado.
-¿Qué le han robado, señora Garrido?
-Mi honra
El policía arquea sin querer sus cejas, pero sigue mirando a su teclado “Esta mujer cree que esto es un confesionario. En fin, dejémosla que hable”
-Dígame todos los datos que recuerde, por favor.
-He traído esta bolsa.
El policía levanta la mirada y ve una bolsa del Corte Inglés, arrugada, vieja, antigua.
-¿Qué hay en ella?
-Las huellas, si es que el tiempo no las ha borrado, las de mi biblioteca sensorial siguen indemnes.
“Sabe hablar, una cultureta de pro”, piensa el policía mientras sigue tecleando las palabras de la mujer.
-Enúncieme las pruebas materiales.
-Mi vestido, un monedero, el bolso y el bono bus, ¡ah! y mis pendientes.
-¿No la robaron nada material?
-No, solo mi cuerpo.
El policía silencia las yemas de sus dedos y sin mirar a la mujer, no puede levantar los ojos, de pronto le envuelve un halo de vergüenza, la pregunta:
-¿Hablamos de violación?
-Sí, gracias por decir esa palabra, yo soy incapaz. Me escuece.

“¡Joder, joder y joder! Me tenía que tocar este muerto a mí, coño” Se dice íntimamente el policía. De pronto se acuerda de Rosita, su compañera, hoy está de guardia con él y ésa es rara de cojones, siempre ha intuido que a esa chica algo la pasó parecido. Es su olfato de policía, no hay más que verla en ciertas circunstancias.
-Señora, si me permite, voy a por un vaso de agua, la vendrá Bien. Un momento, por favor.
Y escapa sin esperar respuesta. Se afloja el cuello, le falta el aire y se va en busca de Rosita que está haciendo café.
-¡Vaya nochecita, Sigüenza, qué calaña de clientela hemos tenido! ¿Quieres un café?
-No, Rosita, vengo en tu ayuda. Tú tienes un sexto sentido para ciertas cosas.
-¿Qué pasa, Sigüenza?
-Tengo a una fulana que viene a denunciar una violación de hace quince años, nada menos.
Rosita palidece. Se queda varada, asemeja de pronto una estatua fulminada, pero aún con su taza de café en la mano, no duda.
-Vamos.

Entra en el despacho de Sigüenza y ve a la mujer que la mira con media sonrisa prendida en su boca mientras sus ojos deshojan lágrimas furtivas. Rosita ocupa el sillón de Sigüenza y dice:
-Me llamo Rosa Camacho, buenos días. Me ha relatado los datos mi compañero. ¿Se encuentra usted con ánimo de poner palabras a su dolor?
Sigüenza mira a Rosita asombrado por su pericia, “¡Qué sensibilidad tiene la tía!”, se dice Sigüenza. Teresa mira a Rosa con gratitud, sus lágrimas resbalan tranquilas, como aguas mansas que presienten su liberación a ese mar tranquilo donde la paz te baña en su sal y el son de las olas acuna tus penas y, al fin, eres capaz de abandonarlas a pesar de sus huellas, de las cicatrices que nunca se borraran y te recordarán cada día de dónde vienes mientras el perdón se instala en tu alma. Porque Teresa se siente culpable. Sí, culpable de ser mujer y femenina. De haber sido una ególatra aquella mañana de junio y solo pensar en su vestido blanco aderezado de ramilletes de florecillas multicolores, abotonado de arriba abajo. Y es que Teresa no se abotonó todo el vestido. Se encontraba sexy dejando olfatear el canalillo de sus senos, entrever e insinuar sus piernas largas. Y así salió de su casa a las seis y media de la mañana llevando colgados unos sencillos pendientes que aún atraían más a fijarse en su rostro.
No había pasado ni cinco minutos, vio venir a dos muchachos bien parecidos, vestidos con pantalón negro y camisa blanca. “Mira Teresa, dos currantes que se recogen”, se dijo mientras escuchaba sus encendidas y alegres voces. Ellos la vieron y no dudaron en no abandonar su conversación mientras la atrapaban en una esquina. La calle estaba vacía, una gasa de nubes revoloteaba por el cielo, y ni la algarabía primaveral de los pájaros se escuchaba. Y el tiempo se detuvo por completo.
Cerró los ojos para no ver, pero Teresa se olvidó de cerrar con candado sus otros sentidos. Un aliento emborrachado del alcohol cincelaba con su lengua las orejas de Teresa, mientras manos que se multiplicaban recorrían su cuerpo. Primero despacio, calentando motores que se aceleraban por segundos. Dedos torpes que desabrochaban su bonito vestido hasta que Teresa pudo tartamudear cuatro palabras “Por favor tengo dos hijos”, y los cuerpos pararon.

Teresa, no sabe cuánto tiempo estuvo estrujada y tirada contra aquella esquina, pero cuando abrió los ojos el sol jugueteaba entre el vaho de la bruma. Se incorporó, se abrochó su vestido y sin pensar más, cogió el autobús. Llegó al trabajo, se fue al baño y se lavó la cara y mientras se secaba, se miro al espejo diciéndose “Esto te pasa por tentar al diablo”. Se incorporó al trabajo hasta que a las doce de la mañana se rompió como una muñeca de porcelana. Se fue a su casa, entró en la cocina, cogió las tijeras y primero cortó a trompicones su pelo rubio, después hizo añicos su bonito vestido, y se fue a la ducha a borrar las huellas. Se frotó la piel con estropajo, roció su cuerpo con desinfectante y volvió a restregar una y otra vez su piel hasta que cayó al suelo de la bañera. Su posición fetal no la ha abandonado en los quince años transcurridos desde entonces. No se siente mujer aunque la añora, como añora el roce en su cuerpo de la mano de un hombre descubriéndola éxtasis denegados por su cabeza, una mente vapuleada de miedos y complejos. Ha aprendido a vivir con esa sombra, a tenerla pavor y no acercarse a ella para no revivir aquel día. Sin embargo cada noche sale en busca de Teresa a cincelar y ahondar esa pena, obligándola a renegar de sí misma, a atormentarla girando una y otra vez su vida en torno a un trauma que no se va sino que cada día se cuela en su vida para seguir hasta que de una vez por todas cierre los ojos para siempre. Martillea sus sienes para que no lo olvide y sucumba al terror cada vez que un hombre se acerca a su orilla paralizando sus entrañas teñidas de luto. Cuántas veces se dijo Teresa “Basta ya”, pero era un basta infinito, serpiente venenosa mientras cada segundo de la vida de Teresa agonizaba en una esquina. Y es que el miedo tortura, una tortura que va ahogándote poco a poco hasta que dejas de respirar. Dios aprieta y a muchos ahoga.

Rosita hace suyo el hilo de voz de Teresa mientras piensa la cantidad de mujeres que silencian su vergüenza, además de hallarse culpables.
Rosita se levanta del sillón y se acerca a Teresa. La obliga a incorporarse y a no esconder por más tiempo ni pena ni culpa. Ya es hora de que ambas den la cara. Se abrazan y, susurrándole al oído, dice:
-Las dos vamos a denunciar ahora mismo. Somos valientes y fuertes por fin.
Las miradas de las dos mujeres son cómplices, se sonríen tristemente mientras se infunden ánimo una a la otra. No dejan de llorar, son aguas mansas que llegaron al mar.
Sigüenza se retira, se retira con orgullo y admiración hacia esas dos mujeres.

Teresa sale a la calle. Para en un escaparate de lencería. Sonríe, por fin sonríe es capaz de diseccionar sus instintos, de canalizarlos, de no negarse a sentir, decidida a contar su historia, a poner palabras a la ausencia de quince años de la mujer que siempre fue y alentar, así, a tantas mujeres que como ella se hundieron en el dolor sordo, en el silencio estancado, en el lado oscuro de la vida en el que se refugia el ser humano cuando matan a la dignidad de su persona, A llamar a las cosas por su nombre, a mirarlas de frente y no temer el repudio de tu sociedad, ni de los tuyos. A no sentirte culpable por ser mujer y dar rienda a tu feminidad.

“Qué sanadora es la palabra, qué aliento liberador te regala cuando eres capaz de pronunciarla y, cuando después de haber reunido el valor suficiente, hayas a una persona que te escucha, o te lee y te comprende sin enjuiciarte jamás, solo poniéndose en tu piel” Se dice Teresa mientras ve el cielo de sus sentimientos despejados de nubes de tormenta constante.
La esperanza, dicen, que es lo último que se pierde, frase demasiado hecha y manida y tal vez poco pulida. Teresa reunió fuerzas, sí, pero encontró al interlocutor válido.
¿Y si no lo hubiera encontrado?, ¿su valentía hubiera sido suficiente?
Uno solo no puede, en equipo se llega a algún lugar.

Esta historia tiene palabras gracias a los que me empujaron a contarla. A los que su aliento anidó en mi corazón y le regó de energía, dotándome de valentía y la lucidez necesaria para que hoy Teresa vuelva a confiar en la vida y piense que es un regalo repleto de esperanza.

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