Marisa sin sospechar que iba a ser degollada una hora después, se fue tranquilamente a dar un paseo por la vereda del río, todos los días lo hacía. La gustaba mucho aquella ruta, lejos del ruido de la ciudad, sólo escuchando el ruido del agua, el canto de los pájaros, el murmullo de sus pasos al pisar las hojas secas. Hoy era su día de descanso. Llevaba seis meses trabajando de cocinera en la cantina de la estación. Su trabajo era agobiante dependiendo de la hora y sus guisos siempre los mismos: emparedados de jamón y queso, empanadillas de bonito y su famosa tortilla de patata. Todo casero, como en su día se lo enseñó su madre. Entraba a trabajar a las siete hasta las tres de la tarde, pero cuando se iba dejaba hasta quince tortillas hechas, dos docenas de empanadillas y tres bandejas repletas de emparedados, y cada mañana podía comprobar que no había quedado nada, todo se había vendido. El dueño, Ramón, era un tipo retraído con sus cosas, simpático detrás del mostrador, buen jefe, mejor persona. Marisa le preguntó si quería, ella podía hacer más tortillas, pero él dijo que no, con lo que hacía era suficiente. Ella meneó la cabeza pues era la primera persona que conocía que no quería enriquecerse de más ¡Allá cada cual! Pensó, lo importante era que ella tenía trabajo, la gustaba lo que hacía, estaba bien valorada y la permitía ir ahorrando. Su sueño era volver algún día a su tierra, Cádiz de donde emigró porque no había trabajo y algo más que nunca contó a Ramón.
Marisa con veintitrés años tenía dos hijos. Sí, en su tierra se casan jóvenes, pero ella para colmo eligió mal. Se enamoró perdidamente de Paco, un chaval de su misma edad sin oficio ni beneficio. La dejó preñada con diecisiete años y se casaron. Cómo decía su padre “Esto está condenado al fracaso” Eran dos niños. Vivieron en casa de los padres de Marisa y Paco hizo amagos de ponerse a trabajar, pero lo único que le gustaba era trapichear con las drogas. Sacaba dinero pero poco dejaba en casa pues lo que de verdad le ponía a Paco era estar de juerga las veinticuatro horas.
Eso sí, estaba enamorado de Marisa hasta las trancas y procuraba colmarla de regalos absurdos que ella aceptaba complacida. Al año de nacer Rubén, su primer hijo, se volvió a quedar embarazada. A Paco le pillaron en una movida y fue a parar al trullo durante dos años y cuatro meses. Cuando salió parecía otro. Más viejo, más amargado, más oscuro. Marisa, en aquel entonces comenzó a limpiar casas junto a su madre mientras su padre, ya jubilado, cuidaba de los niños. Marisa le pidió el divorcio, se divorciaron y Paco cada quince días pasaba un fin de semana con sus hijos…, cuando lo pasaba pues la mitad ni aparecía a por sus hijos. Marisa se lo reprochó y lo único que logró fue una buena paliza, la primera. Después de esa vinieron más. Luego llegaron las denuncias, orden de alejamiento… Marisa logró la custodia de sus hijos y junto a sus padres se fue de Cádiz.
Viven tranquilos en un pisito de una barriada humilde. Marisa tiene amigas, cuenta con ayuda psicológica y duerme de un tirón. Sus dos hijos, Rubén y Carmencita, de seis y cinco años van al colegio. Marisa, sus padres, respiran tranquilos.
…Marisa, escucha unos pasos a su espalda. Se vuelve con una sonrisa pensando que es su amiga Milagros, pero su gesto se hiela. No es Milagros, es Paco.