Marta cose y Carmela mira la televisión. Todos los días son exactamente iguales, afónicos, aburridos. Pero Marta ya lo sabe y renunció a que fueran distintos. Carmela no hace nada más allá que someter bajo su yugo a Marta. Piensa que es obligación de toda hija cuidar a sus padres, estar a su merced día y noche.
Marta tuvo su oportunidad de volar y le salieron mal las cosas. Otra mujer se cruzó en su camino cuando tenía a Gustavo a punto de decir “sí quiero”. La otra fue más lista, más libre. Llegó en el momento de titubeo de dar el paso o no. A Gustavo, Marta le parecía una chica estupenda, amena, divertida con ganas de beber la vida. Él hacía tiempo que estaba a la vuelta de todo y deseaba fundar un hogar, pero algo en Marta, bueno más bien en su familia, le echaba para atrás. La excesiva dependencia de Marta con sus padres la sentía como una cadena demasiado pesada. Llegó Sofía y se lo dio hecho. Sin darse cuenta le ató con la maternidad y se casó con ella. Al principio añoró a Marta, pero por poco tiempo. Sofía no daba tregua para que Gustavo se quedara anclado en el pasado y Marta dejó de ver la vida pasar cómo un rayo de luz.

Lloró en silencio, se refugió en el trabajo y después en el cuidado de sus padres. El padre había muerto cuatro años atrás y cuando sucedió el óbito, sintió como una liberación. De vez en cuando al salir de trabajo, daba un paseo, tomaba un café, sonreía. Pero a Carmela esa tregua en la vida de su hija no la gustó. Temía que reiniciara la aventura de vivir y ella fuera abandonada.
-Si Marta se va, ¿quién me va a cuidar?
-Mujer, tú eres joven. Puedes vivir sola y en el momento que necesites a Marta, sabes que vendrá.
-No, no. A mí me da miedo estar sola y mi corazón no funciona ya bien. Cualquier día…
Y con el pretexto de corazón, Marta dejó de pasear de tomar café y de sonreír. Según terminaba de trabajar, iba a buscar a su madre y jugaba a las cartas con ella, o preparaba la merienda para su madre y sus amigas o iba al médico, lugar que encandilaba a Carmela pues mantenía que una salud vigilada era un seguro de vida.
Marta cada vez que entraba en el consultorio médico, un par de veces por semana, el tedio se inflaba hasta nublar sus ojos y quedaba dormida en la sala de espera.
-¡Marta, por dios, despierta! Qué poco te importo.
-Mamá, si estás hablando con la gente, qué más te da.
-No me da igual, qué va a pensar la gente.

El qué dirán era una soga opresora con la que Marta había crecido y a la cual estaba demasiado acostumbrada. Muchas noches soñaba en que se saltaba las reglas de juego y se iba lejos, lejos de aquellos muros. Cuando despertaba era la misma chica sumisa de siempre, sin quejas ni protestas.
Por fortuna, Marta halló en su imaginación el mástil para sujetarse de su propio naufragio y llevaba ya un año que cuando su madre se ponía a lamentarse de sus desgracias, Marta volaba a ese mundo paralelo donde ella era tan libre y fuerte como el viento.
Últimamente Carmela presentía la muerte. Cada noche despertaba a Marta porque decía que tenía taquicardias, que no podía respirar, que sus pies no respondían… Todo con tal de no dejar dormir a su hija. Y en Marta iba creciendo el odio, tanto que se asustó y fue a confesarse aunque ya la confesión no la consolase y odiase las iglesias, las misas y los rosarios; tanta mojigatería había terminado por asfixiar a Marta. En un mes llevaba tres novenas por la salud de su madre y en la última descubrió así misma pidiendo a Dios que su madre muriera, que otros merecían más vivir que ella.

Cuando reflexionó sobre sus pensamientos, se asustó y como no tenía con quién hablar ya que había perdido todos los contactos con sus amigas, decidió descargar su conciencia con un sacerdote.
-… Padre, he tratado de ser buena hija, pero he incurrido en el pecado. Comencé siendo dócil con las peticiones de mi madre, pero ya no la soporto. Deseo que se muera y me tengo miedo a mí misma.
-…Hija, la bondad de corazón hacia el prójimo es un seguro para ganarse el cielo.
-… Yo no quiero ganarme el cielo, quiero vivir.
-… Los hijos han de cuidar a sus padres. Olvidarse de sí mismos. Dios te premiará por ello el día de mañana.
-… Padre no quiero el día de mañana, quiero el ahora de este momento.
-… Calma, recemos juntos para que Dios te dé fortaleza.
Según terminaba el sacerdote de pronunciar la palabra fortaleza, Marta se levantó del confesionario y diciendo “Señor, perdóname”, salió de la iglesia.

Esa noche apenas durmió. Pasó las horas fumando; hasta Carmela se asustó y se levantó a rezar en silencio un rosario mirando de reojo a su hija.
El día transcurrió tranquilo, Marta estaba serena y su madre volvió a las andadas y, cuando era la hora de salir del trabajo, recibió una llamada de una vecina.
-Marta he llamado a una ambulancia. Tu madre nos llamó diciendo que la faltaba el aire, que no podía dormir y que tenía el brazo derecho paralizado. Nos dijo que no la cogías el teléfono.
-Muchas gracias… Aquí no ha sonado el teléfono, bueno, da igual. Díganla que voy para el hospital…. Muchas gracias.
Marta recogió tranquilamente su mesa de trabajo, se puso el abrigo y en vez de coger un taxi, se fue andando. Estaba rabiosa por el numerito que había montado su madre, por su mala suerte, por sus nefastos pensamientos.
Cuando llegó a la hora al hospital, una enfermera le comunicó que estaban haciendo un chequeo a su madre y que, de momento, no habían encontrado nada; de sobra sabía Marta que estaba como un roble.
Se apoyó en la ventana de la sala de espera, estaba anocheciendo, pero aún se veía el cielo. Una claridad extraña traspasaba las nubes. Pensó que era muy hermoso aquel espectáculo, parecía que las nubes la estuvieran infundiendo ánimos.

Marta y Carmela llegaron a las doce de la noche a casa. Con ternura, Marta desnudó a su madre, mulló bien los cojines para que estuviera cómoda y la ofreció una tisana para que pudiera conciliar el sueño. Carmela estaba feliz, su hija hacía tiempo que no la veía tan dulce y compasiva. “Así deben ser todos los hijos”, pensó para sus adentros, “Un buen susto es lo que necesitan a veces para que nos hagan caso” Y con este pensamiento cerró los ojos.
Marta, al rato, se cercioró de que su madre estaba dormida y se fue a la cama. Antes, lavó la taza de la tisana de su madre. La frotó fuerte, muy fuerte, para que quedara brillante y luego la colocó en el armario; esa noche durmió profundamente.
A las seis y media, como todos los días, sonó el despertador. Marta se levantó y fue a preparar el café. También preparó un buen tazón de leche con galletas desmigadas y se lo llevó a su madre. Encendió la luz de la mesilla y vio a su madre dormida; sonrió y se marchó sin apagar la luz.
Se duchó, se arregló y volvió al dormitorio de su madre; seguía tal como la vio la anterior vez. Ahora, se fijó en la mueca extraña que tenía la boca de su madre y la tocó el rostro. Estaba helado. Fue a tomarla el pulso y no tenía. Con suma frialdad descolgó el teléfono y llamó a urgencias. Tardaron en llegar un cuarto de hora. Sólo pudieron certificar el fallecimiento de Carmela. Posiblemente un fallo cardiaco.
Al día siguiente la madre de Marta fue enterrada en un bellísimo ataúd, el más caro que encontró en el catálogo de la funeraria y se celebró un solemne funeral, tal como a Carmela la hubiera gustado. Despidió uno a uno a todos los asistentes y el último fue el sacerdote.
-…Hija, te acompaño en el sentimiento, una irreparable pérdida, pero ya tu madre está con el Señor, feliz, en el cielo.
-Gracias, Padre.
-… Marta, mírame… ¿Tendrás la conciencia tranquila, verdad, hija mía?, ¿no habrás hecho nada de lo que te puedas arrepentir, verdad?
Marta le miró y, después de retener una sonrisa en sus labios, dijo:
-… Padre Dios es justo, ¿no cree?- y según terminó de decir esto se dio la media vuelta y se fue.
Al día siguiente, Marta se despidió del trabajo, cerró la casa y se fue lejos de su ciudad.

… Marta está mirando las nubes, está convencida que tienen su propio lenguaje. Nunca ha sentido tanta paz.