María ayer bajó a comer y, de pronto, su cabeza cayó desplomada en el plato de sopa. Estaba muerta. Nada pudieron hacer por ella. Su corazón a los noventa y un años se había parado. Pero de verdad, su maquinaría se paró tres años atrás cuando su hermana marchó al otro barrio. Entonces a María le vinieron, primero la pena, la angustia y el miedo. Después la soledad, y una mañana al despertar, se había olvidado de quién era María Pérez. No recordaba la casa, ni siquiera la cama donde había dormido. Cuando vio a un hombre por el pasillo, corrió a guarecerse en la cocina. Él se obstinaba en decirla que era su cuñado, el viudo de Rosita… “Rosita, mi hermana”, dijo María evocando un nombre que la hacía feliz, y la entró calor en el cuerpo, en el alma. Sonrió y se volvió a la cama. Desde entonces cada vez que abría los ojos preguntaba por Rosita y como Rosita no aparecía, ella lloraba.
Un buen día la familia decidió ingresarla en una residencia. El viudo, marido de Rosita, no aguantaba más ni su pena ni la cabeza destartalada de su cuñada. Necesitaba cerrar aquella casa de paredes mortecinas y un eco del ayer que jamás volvería. Era inútil estar allí. Hizo las maletas y se fue lo más lejos que pudo. “María estará bien cuidada”, se decía cuando cada mes ingresaba en el banco una pequeña fortuna para que la residencia de lujo cuidara lo que él no podía. Se marchó al sur y en cada vaivén de las olas le traía un recuerdo de la jovencísima María el día que él se casó con su amada Rosita. Pudieron estar solos las dos semanas de viaje de novios pues al volver, María les esperaba en su nidito de amor. Había decidido vivir con su hermana. A ninguno pidió permiso. Fue, cogió la mejor habitación de la casa y se instaló. Las cenas con amigos, los paseos a media tarde, la misa y el rosario, la hora del vermut y el cine, siempre los tres. Fue un matrimonio de tres. Siempre accediendo a los caprichos de María, comiendo y cenando lo que ella mandaba. Yendo de vacaciones siempre, siempre, con Rosita a su lado.
Con el tiempo los caprichos y manías de María se fueron agudizando. Su carácter se enturbió, nadie quería estar a su lado. Solo Rosita aguantaba el carácter huraño de su hermana. Hasta los niños del barrio huían de ella.
Sin embargo cuando entró en la residencia, el desgarro de la ausencia provocó un giro sustancial en María. Aunque se pasara el día abriendo y cerrando puertas en busca de su hermana, semejaba a un perrillo que había perdido a su amo. Era obediente, de su minúscula boca surgía una tímida sonrisa, y besaba a todo aquel que se ponía delante de ella.
El día que murió, un par de horas antes, fue a visitarla su cuñado. No la había vuelto a ver, y la encontró como un pajarillo tratando de alzar su último vuelo. Acarició su cabello de plata, miró profundamente a sus ojillos asustados y la susurro al oído “Te quiero. Perdóname haberte abandonado a tu suerte”
Y María murió desplomada en un plato de sopa. Siempre odió las sopas.