Dibujo en letras a la mujer que tengo delante de mí, me impacta su vejez complacida, la mesura de sus gestos, la paz que destila.

Me ha mandado el periódico a que selle un artículo con aires rurales, la autenticidad del mundo que se va y creo haber encontrado un oasis en una aldea…

 

Carmiña permanece sentada en la puerta de la carbonera. Para ella el tiempo no existe a estas alturas de su vida. Se entretiene atisbando sombras ajenas, esbozando cómo serán y a dónde irán esas huellas.

Si alguien se para, ella pone la mejor sonrisa desdentada que posee. Su vista está cubierta por una nube que va tapando cada día un poco más la luz, pero con su tacto palpa quien se le acerca. Toda la textura de su piel está arrugada y sus huesos mermaron hasta el infinito; son ochenta y siete años a sus espaldas. Pelo apenas tiene, y los cuatro hilos plateados que cubren su cráneo de marfil están atados a un moño, tan bajito, que se desploma en su cuello. La ropa es negra, brillante de tantas aguas, jabones y planchas pasadas por ella.

 

– Estos tiempos, niña, son fáciles, pero no en los que yo viví mi juventud. ¡Bendita juventud!

Se esfuerza en hablar castellano y lo hace casi a la perfección, dando a sus palabras ese tono tan musical como deleitoso que es el idioma gallego.

 A su lado está colocado Sauco, un perro de mil padres; cada parte del cuerpo es de una raza y un color. Por variopinto, no le falta detalle teniendo una oreja hacia sol y otra hacia el infierno.

 – Es mi lazarillo, a veces, mis ojos. Cuando huele el peligro que yo no siento, tira de la enagua. ¿No ves? Toda ella está agujereada de colmillos.

– Jajajaja, Carmiña ¿cuántos hijos tienes?

– Niña, no me llames de usted que me haces mayor. Tuve cuatro y a los cuatro vi partir. Mi marido se le tragó la mar, de él sólo queda ese trozo de madera. Mira, ahí en lo alto.

Levanto la cabeza y veo un cacho de madera verde y blanca descolorida con dos iniciales.

– La C, es de Carmiña; la S de Sebastián- al decir esto, se le nubla la sonrisa y su expresión se pierde en océanos lejanos, temporales de agua y viento, de oleajes poderosos, más fuertes que el ser humano-… Siempre he vivido aquí. Lo más lejos que han ido estos huesos fue a Santiago.

– ¿No conoces más tierra que ésta Carmiña?

– ¿Para qué quiero conocer más? Aquí está el mundo a mis pies. Tuve todo cuanto quise, ¿por qué buscar más allá? Ahora con los nuevos tiempos sois vosotros, forasteros, quienes me traéis aquello que desconozco.

 

… Y su mirada vuelve a perderse en la lejanía, seguramente, en la riqueza de sus recuerdos. Un abanico de sensaciones recorren esa faz surcada de líneas inconexas como si por ella hubiera pasado el arado de la vida, de luchas, de trabajo, de amor, de risa…Un rostro lleno de expresión, de enseñanza para quien algo quiere ver en la vejez ajena.

 Sin mediar palabra, Carmiña se levanta, toma el bastón y con pasos diminutos se encamina con un rumbo que desconozco. Me quedo parada observando una estampa cargada de verdad.

 

Está amaneciendo y la humedad me despierta. Me asomo a la ventana, desde aquí veo la playa; hoy el mar está tranquilo. Por la orilla alguien pasea… Es Carmiña y Sauco. El perro revolotea en torno a su ama, ella camina despacio saboreando el momento. Lleva descalzos los pies y el agua juguetea entre ellos.