Hacía dos semanas que ella esperaba preparada para hacer feliz a los suyos, era su momento, vestida con sus mejores galas después de un crudo invierno a la sombra de una nube eterna, pero una racha de tormentas locas estropeó su vestido azul. Sus zapatos verdes, del color de los pastizales recién nacidos y mullidos de tono, fueron machados de hojas y barro. Sus trenzas como cuatro pinos esponjosos, para dar cobijo a sombra y pajarillos, fueron tan agitadas que a punto estuvieron de deshacer su graciosa compostura.

Cada mañana, al despertar, me asomaba a la ventana y allí estaba ella cada vez más arrugadita. Me fui cuatro días fuera y nada supe de ella hasta hoy. Abrí la ventana y un aire cálido me dio los buenos días; lo sonreí, parecía tan afable… y, después, mis ojos se extraviaron por un cielo azul, pero una voz me llamó “Eh, vecina, ¡hola! ¿No vas a bajar? Moví la cabeza y allí estaba ella saludándome. Su insultante alegría me contagió, la verdad, no me había vuelto a acordar de su figura atormentada. “Sí, luego voy a verte” La respondí regalándola un beso en su faz cristalina.

La mañana se me complicó, demasiados asuntos amotinados en cuatro días que hasta la hora de comer no pude hacer una escapada para saludarla.

Bajé casi de puntillas, estaba tan emocionada con nuestro encuentro, que la quería dar una sorpresa. Cuando llegué estaba callada, reposando en el silencio, solo unos pajarillos trinaban alegremente. Dejé mis cosas encima de sus zapatos, ¡qué mullidos estaban!

A continuación y cogiéndola desprevenida, me zambullí en un enorme abrazo en su cuerpo de agua. ¡Qué fría estás, chiquilla! Le dije aterrorizada. Ella, en una espuma de carcajadas circulares, me contestó “Tanto Caribe, tanto Mediterráneo y te has olvidado de mi frescura”

Nos pusimos a jugar como dos niñas en su primer día de colegio y cuando caí exhausta de brazos y piernas, me tendí en sus enormes escarpines glaucos y me dejé dorar por el sol tibio de la tarde quedándome dormida en sus brazos agradecidos.

Un coro de voces infantiles me despertó. Acababan de llegar Antonio, Cristinita, Ana, Pepe, Carlitos, con los pulmones a pleno rendimiento y me dije” Es hora de subirte a casa.

Caminé un rato y antes de perder de vista su figura, la dije “¡Hasta mañana! Eres más bonita que cualquier piscina de Madrid” Ella sonrió satisfecha. De sobra sabe que es nuestro pequeño lago azul.