El agujero

Este relato narra lo único interesante que le ocurrió a este hombre. Y no fue poco.

Ricardo Fuentes había heredado, hacía poco, una casa bastante grande con un terreno considerable. Aunque no era ni el terreno ni la casa que él había soñado, tenía que conformarse.

Un día, orinando, se le ocurrió la brillante idea de cavar un pozo. Le dijo a su hijo que cargara el pico y la pala en la carretilla y que fuera con él. Ricardo Fuentes se tenía en muy alta estima y confiaba ciegamente en su propia intuición. Tardó poco tiempo en saber cual era el lugar exacto en el que debían empezar a cavar. Tres horas tardó en empezar a aceptar delante de su hijo que eso estaba más seco que el ojo de un tuerto. Aún así decidió golpear el suelo una vez más. Cuando el acero del pico se adentró en la tierra, oyeron un escalofriante lamento prolongado, como los alaridos que se oyen en las ventanas en los días de mucho viento. De hecho, era viento lo que empezó a salir por el pequeño orificio. Viento con olor a azufre.

Ricardo agrandó el agujero medio metro para poder ver lo que había dentro. Se quedó paralizado con los ojos como platos:

—Hijo, vete a casa.

Como su hijo estaba bastante harto de aquella empresa, se largó sin discutir. Él se quedó pensando.

Después de tres horas pensando volvió a casa con su familia. Sin dirigir la palabra ni a su hijo ni a su mujer, se sentó en la mesa y esperó a que le sirvieran la cena. Mientras se comía un delicioso bistec con patatas y un poco de mayonesa con ajo, habló con voz solemne:

—Familia, por fin me sonríe la vida. Después de todas las tortas que me ha dado la vida…

—Papá, ¿qué tortas  te ha dado la vida?— Le interrumpió inocentemente su hijo.

—Hijo, ya sabes que nunca he tenido suerte en la vida…

—¡Pero si hemos heredado la casa de la tía Felisa!

—Para empezar: ya sabes que yo siempre quise que tu madre tuviera una casa en la playa, no en el monte. Y para continuar: como me vuelvas a interrumpir te calzo un soplamocos que te avío.

—Deja hablar a tu padre, hijo—Dijo Gloria, un pelín decepcionada de que su marido no hubiera muerto cavando el pozo.

—Al grano—, dijo Ricardo, orgulloso de si mismo—he encontrado una entrada al infierno.

Hubo un silencio un tanto incómodo durante unos segundos.

—Y necesito que me ayudéis a pensar qué podemos hacer para ganar dinero con mi gran descubrimiento.

Otro día, orinando, se le ocurrió la brillante idea de llevar a cabo la idea de su hijo: Organizar viajes al infierno.

Agrandó el agujero tres o cuatro metros y, con los ahorros de su mujer, encargó construir una especie de jaula para tiburones. También encargó una especie de estructura con polea de la que colgaría la jaula, aunque, con el plan de pensiones del chaval sólo le llegó para poner una manivela manual, en lugar del motor que le hubiera gustado instalar.

Cuando hubo acabado, mandó a su mujer y a su hijo a repartir trípticos por el pueblo. Enseguida acudió a la cita un grupo de cinco vecinos curiosos por conocer el grado de locura del sobrino de la Felisa. Les hizo pagar por adelantado, les obligó firmar un documento que le eximía de toda responsabilidad y los bajó.

La jaula pesaba mucho y no tuvo más remedio que ayudar a su hijo. Se comunicaba con los viajeros a través de unos walkies baratos:

— ¡Joder, Ricardo, era verdad!

—¡Pues claro que era verdad!—respondió Ricardo extrañado de que hubieran dudado de él.

Poco tiempo después volvieron a establecer comunicación:

—Queremos que nos subas ya.

—Todavía os queda cinco minutos de viaje.

—¡Súbenos YAAAAA!—Gritaron todos al mismo tiempo.

Al sacarlos, estaban los seis sanos y salvos, aunque cinco de ellos tenían cara de absoluto terror. El que no tenía cara de asustado, se quedó mirando a Ricardo fijamente con una sonrisa en la cara, que más que gracia, daba escalofríos.

Lo seis se fueron sin decir una palabra.—¡Decídselo a vuestros amigos!—Les dijo mientras se alejaban.

—Yo creo que volverán—dijo su mujer.

La miró con desprecio y se fue a casa.

Eran las tres de la madrugada y empezó a sentir frío en la cama.—¡Pero si es verano!—gruñó. Abrió los ojos y vio al de la sonrisa a los pies de su cama mirándolo fijamente entre tinieblas. El terror lo paralizó.

—Quiero que hagamos un trato—. Se acercó lentamente.— Yo no puedo obligar a un alma a entrar al infierno.

Ricardo temblaba mientras su mujer dormía. El hombre sonriente continuó:

—Pero sí que puedo asesinar—. Puso su rostro justo delante del suyo.— Y pedirte que seas tú el que arroje los cuerpos al infierno mientras, aún, conservan el alma en su interior.

—Quiero pasta, mucha pasta—. Respondió Ricardo, ya sin temblar.

El sonriente soltó una carcajada.

—Te ofrezco seis mil seiscientos sesenta y seis euros por muerto que eches al agujero.

Le ofreció la mano y Ricardo la estrechó gustoso.

—«Por fin me sonríe la suerte»—pensó.

—Pues ya puedes empezar—dijo el hombre sonriente—tienes cinco en el porche.

Se vistió renegando entre dientes, salió y vio que los cadáveres pertenecían a los cinco que había bajado en la jaula.

—Del infierno no se sale, querido amigo—le dijo el sonriente desde las sombras.

Los cargó con mucho esfuerzo en la carretilla y los llevó hasta el lugar. Los dejó caer uno por uno como si fueran muñecos de trapo y cuando estaba arrastrando al último, éste abrió los ojos y se le agarró al brazo con fuerza.

—¿Qué está pasando?—Gritaba aterrado—¿Dónde estoy?

Ricardo, asustado, intentó soltárselo, pero como se resistía tuvo que asestarle unos cuantos puñetazos en la cara para poder arrojarlo.

Al día siguiente su mujer fue a despertarle para decirle que había una cola tremenda de gente que quería bajar en la jaula.

—«Por fin me sonría la suerte»—. Volvió a pensar muerto de sueño.

Y durante días y días estuvo llegando gente sin parar para bajar en la jaula y durante noches y noches estuvo llegando el sonriente con los cuerpos de los viajeros. Dejó a su mujer y a su hijo al cargo de la jaula para poder dormir durante el día y poder cumplir con su trato por las noches. Aunque hacía meses que no veía la luz del sol y apenas cruzaba un par de palabras con su familia, se sentía colmado de riquezas.

—«Me lo merecía por todo lo que la vida me ha negado»—pensó.

Al poco tiempo, su mujer y su hijo lo abandonaron, así que tuvo que trabajar día y noche sin descanso. Apenas dormía tres horas al día y se sentía absolutamente exhausto, pero no podía dejar de hacer lo que hacía porque temía que el sonriente dejaría de llevarle cuerpos si lo hacía. —«Pronto seré el más rico del mundo»— Se decía cuando consultaba su extracto bancario.

Un día dejó de acudir gente a la jaula. Le entristeció dejar de ganar dinero. En cierto modo, sintió alivio por poder descansar y sólo de pensar que podría dormir todo lo que quisiera, le entró sueño y se metió en la cama. Cuando estaba a punto de dormirse oyó que una voz fantasmal le llamaba desde fuera de la casa:

—Ricardo, ¿qué me has hecho? yo no merecía ir al infierno.

Se asomó a la ventana y vio, acercándose, el cadáver andante y putrefacto de aquel que lanzó al agujero estando vivo.

—Ricardo, ¿qué me has hecho? yo no merecía ir al infierno—. Repetía cada vez más fuerte.

Por más que se tapaba los oídos no podía dejar de oírlo.

—Ricardo, ¿qué me has hecho? yo no merecía ir al infierno.

Habiendo amanecido sin poder dormir, agarró una pala y salió furioso a por el muerto que lo atormentaba. Lo golpeó hasta destrozarle el cráneo y lo lanzó por el agujero. Volvió a su cama y se acurrucó bajo la manta para poder dormir.

—Ricardo, ¿qué me has hecho? yo no merecía ir al infierno.

—Ricardo, ¿qué me has hecho? yo no merecía ir al infierno.

Gritó de rabia, volvió a salir pala en mano y vio que era el mismo cadáver multiplicado por dos. Los tiró por el agujero de nuevo y cuando volvió a meterse en la cama, volvió a oírlos:

—Ricardo, ¿qué me has hecho? yo no merecía ir al infierno.

—Ricardo, ¿qué me has hecho? yo no merecía ir al infierno.

—Ricardo, ¿qué me has hecho? yo no merecía ir al infierno.

—Ricardo, ¿qué me has hecho? yo no merecía ir al infierno.

Ahora ya eran cuatro.

Desesperado, llamó a la policía para confesar sus crímenes pero nadie descolgaba el teléfono.

Se le caían los párpados pero no era capaz de dormir con los incesantes lamentos de sus víctimas.

Decidió probar una última cosa. En vez de tirarlos por el agujero, los metió en la jaula y mientras le gritaban «Ricardo, ¿qué me has hecho? yo no merecía ir al infierno» los bajó girando la manivela con presteza. Por un momento le pareció que cuanto más los hacía descender, menos los oía. Así que decidió bajarlos todavía más, hasta que en vez de oírlos cada vez menos, volvió a oírlos cada vez más. Pero esta vez, los lamentos venían de arriba.

Sin soltar la manivela, alzó la vista y contempló horrorizado que la jaula con los cadáveres estaba suspendida sobre su cabeza. Entendió cual era, ahora, su hogar. Al tiempo que que volvía a su casa, muerto de sueño, oía, desesperado, los lamentos de las miles de ánimas que había lanzado al agujero, acercándose a él para atormentarlo eternamente.

Juanjo Ferrer