—Había salido por la noche. Era mediodía y todavía estaba en la cama. No tenía ganas de levantarme. Estaba resacoso. Pretendía dormir más porque me conozco y si no duermo la mona como es debido, me encuentro mal dos días seguidos. Pero los maleducados de los vecinos se habían propuesto joderme el descanso dando golpes y rascando la pared o yo qué sé qué narices hacían. Me hartaron y me levanté para hacerme un Colacao y fumarme un peta. Eso no es delito, ¿verdad, agente?

—Continúe.

—Pues cuando me tomé el Colacao (que siempre me sienta mal cuando me lo meto de golpe) y me encendí el petardo, me di cuenta de que los ruidos de los vecinos no eran de los vecinos. Aunque eso no quita que no sean imbéciles. El ruido venía del rellano. Estaban dando golpes en mi puerta.

—¿A qué hora aproximadamente?

—La una y pico o las dos, no estoy seguro. Lo primero que pensé es que serían unos niñatos. Hay unos chavales en el bloque que siempre están tocando las pelotas. Yo paso de tener movidas con los vecinos y decidí esperar un rato para ver si se largaban antes de tener que decirles algo. Me acabé el macaflay y como estaba de buen rollito, decidí salir para decirles que se fueran a tomar por culo. Los golpes y las rascadas eran cada vez más fuertes. Miré por la mirilla y no eran los críos del quinto. Era un anciano con muy mala cara. Igual no era tan anciano; era un hombre mayor, eso seguro. Muy delgado, medio calvo, con la piel de un color extraño, amarillento con manchas rosadas. Parecía que estaba ido o algo así. Intenté no hacer ruido para que no se diera cuenta de que estaba en casa. Siento decir esto, pero si tenía Alzheimer o una movida de esas, pasaba de tener que llamar a una ambulancia o llevarlo a algún sitio. Ya sé que eso es de cabrón, pero estamos en un bloque lleno de gente, no era abandonarlo.

—¿Puede ir un poco más al grano, por favor?

—Pues eso, que intenté pasar de él y me fui al salón. El asunto me puso un poco nervioso y me fumé otro. El colega seguía ahí. No sé qué tendría conmigo. Me empecé a comer la olla y se me pasó por a la cabeza una idea muy chunga.

—¿Qué idea era esa?

—Que era un zombi. Pero no estoy loco y me negaba a creerlo.

—Creyó que era un muerto viviente.

—No es lo mismo, joder. Todos los zombis son muertos vivientes, pero no todos los muertos vivientes son zombis. ¿Me entiende, agente? Un vampiro es un muerto viviente, pero no un zombi.

—Continúe, por favor.

—Pero que ya le he dicho que no me lo podía creer y decidí abrir la puerta para decirle que se largara porque me estaba volviendo loco. Por si acaso, fui a la caja de herramientas y me metí un martillo en el batín. Me acerqué a la puerta en silencio y sin hacer ruido, puse la cadenita para sentirme seguro. Abrí la puerta despacio todo lo que daba la cadena. El colega apestaba a choto descompuesto. Seguía mirando a la puerta sin fijarse en mí hasta que le dije en voz baja «Oiga, señor…» me miró con cara de mala hostia y se lanzó hacia mí gritando con la boca abierta. No me dio tiempo a cerrar la puerta y el hijoputa me agarró el batín con una fuerza terrible. Me lo quité como pude y se lo quedó al tiempo que se puso a envestir la puerta. Intenté empujar para cerrarla pero no pude. Enseguida vi que la cadena no iba a aguantar y decidí darle un martillazo para reventarle la cabeza porque así es como se mata a los zombis. Pero, como ya le he dicho, agente, el martillo estaba en el batín y el batín lo tenía el zombi. Se le veía cada vez más loco, empujaba la puerta, gritaba, le daba cabezazos y la mordía. Incluso vi como se le caían un par de dientes entre babas y sangre. No me dio tiempo ni a pensar dónde esconderme cuando la cadenita se rompió. Por suerte, al abrirse la puerta de golpe, el zombi se cayó de morros por el impulso y me dio tiempo a correr hasta la cocina. Cerré la puerta, apoyé la espalda con fuerza contra ella y recé para que no me hubiera visto entrar. Se le oía gritar por el pasillo cada vez más fuerte; se estaba acercando. Dejé de oírlo, pero yo no dejé de sujetar la puerta con fuerza. Debió pasar una hora hasta que decidí coger una sartén de las que pesan y abrir la puerta muy poco a poco. Sólo con abrirla un par de dedos, vi que estaba ahí mismo mirándome. Se abalanzó con la misma fuerza que la primera vez y nos fuimos al suelo. No me dio tiempo a arrearle con la sartén, pero por suerte, pude ponerla entre su boca y mi cara. No se puede usted imaginar la dentera que daba oír los dientes de ese zombi rascando el culo de la sartén intentando morderme. ¡Y qué olor, por favor! Me lo quité de encima como pude y durante el tiempo que tardó en darse cuenta de que yo ya no estaba detrás de la sartén, cogí el martillo del batín que aún estaba agarrando y sin pensarlo, le di un martillazo en la cabeza. Se puso a gritar y a convulsionar y le di otro. No se moría y le di alguno más.

—¿Cuántos le diste?

—Yo creo que más de cien. Fallé unos cuantos porque se movía mucho, pero vamos, que no paré hasta dejarle la cabeza como una compota de fresas.

—No hace falta que lo jure. ¿Qué hizo después?

—Lo saqué de casa. No me compliqué y lo dejé en el rellano. Cerré bien y puse muebles pesados delante de la puerta. Me vestí, busqué por casa todo lo que pudiera servir de arma, conté provisiones, llené la bañera de agua para cuando hubiera escasez y me preparé para la plaga.

—¿Qué plaga?

—La plaga de zombis, joder. Esperé a que llegaran las hordas de podridos, se cortaran las comunicaciones, los suministros y todo eso. Al cabo de un rato se me ocurrió llamar a mi madre para ver si había logrado ponerse a salvo y es cuando me empecé a mosquear. Luego, os pusisteis a aporrear la puerta y aquí estamos: creía que veníais a salvarme y resulta que veníais a detenerme por presunto asesinato.

—Exacto. ¿Le importaría firmar la declaración?

—Claro, cómo no.

¿FIN?

 

Juanjo Ferrer