Vuela bajo la luz del crepúsculo una mariposa de grandes alas de ojo de lechuza y torpe movimiento. Cruza el bosque sin rumbo aparente y sobrevuela las sucias cabezas de dos sucios bandidos que andan al acecho de un hombre solitario. —¿Qué riquezas habrá de portar un peregrino de alta cuna?— se preguntan los tristes malhechores—Aguardemos a que duerma para que su acero no pueda detenernos—acuerdan murmurando—no has de fiarte de las finas manos de un señorito, querido sobrino, pues han levantado, a nuestro pesar, más espada que azada—.

Contemplando el cielo estrellado, cae el manto de morfeo sobre el exhausto peregrino. Dando cuenta de ello, los pacientes maleantes alzan sus retorcidos cuerpos y desnudan sus navajas bajo la luz de la luna. —Hombre que resopla, estimado sobrino, lo mismo que un niño de teta es—. Y agachados y silenciosos se acercan a su nueva víctima, mas la torpe mariposa de ojos de búho se posa en la fría nariz del durmiente solitario y abre sus alas orgullosa. —Querido tío, aun oyendo que el señorito resopla, diría yo que con ojos bien abiertos nos mira—. El maestro bandido que andaba algo corto de vista propina un capón a la coronilla piojosa de su pupilo—Estupideces cuentas igual que mi hermana, que tu madre es—. Mas al aproximarse palidece y tuerce la opinión. —Corre como el viento, querido sobrino, que hombre que duerme con ojos abiertos, demonio lleva y de aspecto terrible, éste es. Y los sucios bandidos huyen cual rata del orín de gato y la mariposa de ojos de búho alza el vuelo indecisa. Duerme el peregrino de cabello dorado y alta cuna, creyéndose amado por la noche y las estrellas.

En la alejada Hispania. Año 261

Del largo camino eran testigo sus talones y su espalda. Nacido en la fértil orilla del Eufrates y expulsado de la gran metrópoli, llegó recién cruzado el Mausoleo de Pirene, a la plaza de un pueblo sumido en el silencio. Grandes hazañas, hoy olvidadas, logró a través de los tres años andados. Su rostro permanecía joven y bello, mas sentía sus huesos molidos y su alma ahogada. El sol arreciaba y se arrimó al pozo para beber un poco de agua. Quiso pedir permiso para utilizar el pozal, pero no encontró a nadie. —Mojarme el gaznate no hará daño a nadie, mas a mí me dará la vida—. La sed le cegó el gusto y tardó varios tragos en reconocer el sabor rancio del agua. Escupió todo lo que pudo e intentó devolver metiéndose los dedos hasta la campanilla. Llegó el dolor de estómago y el frío —¡Quién me iba a decir que después de sobrevivir a Roma, me mataría el agua!—. Se dijo. Miró al cielo sin miedo, se encomendó a los dioses del Olimpo y por si acaso, se encomendó también al Dios de los nazarenos. Al fin y al cabo, ese era el culpable de su destierro. Esperando la muerte sintió alegría de haber librado a aquel extraño nazareno del látigo de su centurión y agarró con fuerza la cruz que éste le obsequió por el favor. Seguía portando la cruz colgando de su cuello con un cordel, aunque fuera esa la prueba por la que fue llamado traidor a Roma. Perdió el conocimiento y oyó una voz que le dijo: «Jorge, ¿dónde están nuestras riquezas?»

Ese no habría de ser el día de su muerte. Al abrir los ojos se vio rodeado por un gran tumulto de rostros sorprendidos. Se encontraba muy mal y su piel se había quemado por estar inconsciente al sol.

—Tengo sed—fue lo único que supo decir antes de volver a dormirse.

«Jorge, ¿dónde están nuestras riquezas?», oyó de nuevo. Se vio a sí mismo recostado en una cama de plumas de oca vestido con prendas de hilo de oro y rodeado de manjares. Aún soñando sentía sed, mas no hallaba nada con que saciarse hasta que un mendigo con llagas por todo el cuerpo, se acercó a él y le ofreció un cántaro de agua fresca.

Un fuerte olor a amoníaco le despertó bruscamente. Desorientado, vio a dos desconocidos.

—Tranquilo, somos amigos—. Le dijo el de ropaje romano.—Éste de aquí es mi médico personal, te ha tenido que despertar con una pizca de esencia de burra.

Jorge empezaba a recuperar el sentido y el romano continuó hablando:

—Soy el gobernador de este remoto lugar. Será un placer ser tu anfitrión.

Jorge se incorporó algo despistado y contestó con gran esfuerzo:

—Os estoy agradecido. Sólo quiero un poco de agua para seguir mi camino.

—Por supuesto—, se apresuró a responder el gobernador—yo mismo te serviré.

El de la toga sirvió una cantidad ridícula de agua en una copa y se la ofreció. Jorge la aceptó intrigado a sabiendas que no iba a saciarle. De tan escasa que era la ración, casi pudo sentir que su sed despertaba aún más si cabe. Eso sí, gracias a su educación de señorito nadie pudo apreciar tal cosa. Pensó que se serviría él mismo otro trago cuando la conversación fuera más distendida.

—Quisiera saber el nombre de aquel que nos honra con su presencia—Preguntó el gobernador.

—Jorge de Capadocia—contestó apresurado al tiempo que asía la jarra y se servía una buena cuota de agua.

—Bebe, bebe. Esta no está envenenada—intervino el médico

—¿Qué ha pasado con el pozo?—preguntó secándose las comisuras de los labios educadamente y pensando en cómo podría volver a servirse sin incomodar a sus anfitriones.

—Antes de contarte nuestras penurias, quisiera saber algo más de nuestro invitado—. Indicó al servicio que se llevaran la bandeja con el agua.—No pareces un simple vagabundo.

—Fui oficial hasta hace tres años. Ahora, con vuestro permiso, me gustaría seguir mi camino, pues creo estar cerca de mi destino.

—¿No quería conocer la causa de la desdicha de nuestro pozo?

Le pudo más la curiosidad que la prisa.

—Pues ya que ha estado cerca de llevarme por el camino de la muerte, mi camino podrá esperar.

—Agradezco la paciencia de tan noble oficial—. Respondió apresuradamente el gobernador.

Éste, tomó asiento muy cerca del lecho de Jorge.

—Un dragón vino a anidar en las grutas de aquella montaña—. Señaló un pico cercano a través del tragaluz.

Jorge, con sumo disimulo, miró al médico en busca de algún gesto de complicidad que le confirmara la locura del gobernador, pero no lo halló.

Continuó:

—Desafortunadamente, las nieves de ese monte son las que nutren nuestro pozo y los ríos más cercanos. Pero desde que ese demonio se asentó en el lugar, las aguas vienen cargadas de tanto azufre y cianuro que sólo por mojarse la frente con ellas, le adviene a uno la muerte.

—Puede que el demonio haya huido si yo tomé más de cuatro tragos y aquí sigo, aunque algo descompuesto por dentro—. Interrumpió Jorge.

—Es por eso que andaba la plebe admirada de ver que no se te llevaba la parca. El dragón sigue allí—. Tomó su mano con firmeza. —Es por eso que te pido que le ensartes el corazón con tu espada y lo devuelvas al Tártaro.

—¿Por qué habría de ser yo capaz de semejante hazaña?

—Por tu espada hispana has de ser diestro con el acero. Por ser oficial has de tener la más estricta disciplina. Por tu juventud has de ansiar la gloria. Y por lo que más asombra a pueblo y corte: eres inmortal.

Jorge se carcajeó irrespetuoso, mas sus anfitriones no se mostraron ofendidos.

—No soy inmortal. De eso puedes estar seguro— Respondió Jorge al tiempo que se levantaba para irse—. Y no pienso ser el primer idiota de la historia que se mate para comprobar si no puede morir.

—No es posible vivir tras ingerir ni una gota del agua del pozo y tú bebiste un pozal entero—. Explicó el médico, fascinado con el hecho.

El gobernador puso la mano en el hombro delicadamente:

—Serás recompensado.

—No busco fortuna de este mundo.

—Cantarán tu hazaña por siempre.

—La gloria no compensaría la deuda que debo cancelar.

—Yo pagaré tu deuda por grande que sea.

—Mi deuda no se paga con oro. Déjame en paz y que todos los varones de la ciudad carguen contra la bestia. No hay monstruo tan terrible que venza a cien hombres armados.

—Ya lo intentamos y fracasamos. En las estrechas grutas, mil hombres son como uno solo— Le contestó el gobernador, casi rogando.

—Emboscadlo, pues.

—No es un vulgar animal. Su astucia es comparable a la del mismo Ulises. Sálvanos, peregrino; anhelo que mi hija y los vástagos de todos crezcan en paz.

—Ayudaría a tu pueblo sin pedir nada a cambio, pero moriría como mortal que soy y nada habría cambiado para vosotros, mas yo habría cambiado de vivo a muerto.

El gobernador torció el semblante para mostrarse desafiante:

—¿Me equivoco si pienso que fuiste expulsado de Roma por rendirte a la religión de la cruz? Has de saber que tan prohibida está en la capital como en las provincias.

—La fe de los nazarenos fue mi condena, eso es cierto, pero yo no profeso religión alguna.

—¿Y por qué cargas con esa cruz a tu cuello?

—Por dos motivos de gran peso. El primero, porque gente como tú me pide a menudo que me la quite.

El gobernador mostró odio en su mirada y apretó la quijada sin disimulo:

—¿Y cuál es el segundo?

Jorge cogió el cordel y lo mostró sonriente:

—No hay filo en el mundo que pueda cortar este hilo.

El gobernador tomó un cuchillo de la mesa y se lo acercó lentamente al cuello. Jorge, con disimulo, buscó con la vista el lugar dónde podrían haber dejado su espada.

—A lo mejor no lo has intentado con el cuchillo correcto—le decía al tiempo que pasaba el acero bajo la cuerda del crucifijo rozando su cuello—el metal romano lo mismo saja una fruta madura que un pescuezo nazareno.

—Agradeceré tu hospitalidad advirtiéndote de cuan infructuoso y estúpido es amenazar de muerte a un inmortal.

—Si te burlas de mi, te burlas de Roma.

Jorge permaneció en silencio haciendo notar su indiferencia. El gobernador hizo fuerza para cortar el cordel y al no poder, disimuló su impotencia y su asombro como buenamente pudo. Mandó a sus soldados que prendieran al de Capadocia y que lo molieran a palos—. ¡Conocerás el destino de los de la cruz en estos lares!—gritó. Les ordenó que le quitaran la cruz utilizando cualquier método que no fuera separar la cabeza del cuerpo, pues creía que a base de golpes acabaría respetando su autoridad. De la misma manera que pediría un cuenco con higos, ordenó a sus soldados que lo atormentaran día y noche por turnos hasta que aceptara auxiliar a su noble ciudad . Y así fue, empero no fue de la forma que el gobernador imaginó.

Como moler a palos día y noche era empresa fatigosa, se organizaron seis soldados para turnarse cada cuatro horas y así zurrarle sin descanso día y noche y noche y día. El primer soldado le ató las manos a la espalda y le arreó una coz para que se diera de cara con el pestilente suelo de la celda. Intentó cortar el cordel de su cruz con un cuchillo más afilado que la cola de un demonio. Tanto tiró para lograr partirlo que arrastró a Jorge sobre las heces y los orines de toda la mazmorra. Cuando entendió que no iba a lograr cortarlo, continuó pegándole hasta no poder más. Nunca había sufrido tanto. Su carcelero vio que lo que más le hacía padecer era el costado y no dejaba de darle puntapiés justo ahí. El joven peregrino de cabellos dorados se sintió reventado por dentro y por fuera, pero no se le pasó por la cabeza arrepentirse de haber aceptado la cruz. Sabiéndose mortal, sabía que no iba a poder aguantar tantos golpes y que no iba a poder saldar su deuda. Y el tormento no había hecho más que empezar.

—¡Cambio de turno!—Gritó un soldado tras la puerta.

—¿Tan pronto? ¡Raudo es el tiempo cuando uno goza!—. Se quejó el que lo había torturado hasta dejarlo medio muerto.

—Y lento se lo haré pasar yo— Dijo el otro.

Jorge, con los ojos cerrados y hecho un ovillo, oyó como se cerraba la puerta y otro carcelero se acercaba a él.

—¡No volverás a reírte de Roma!— Gritó el que se había quedado.

Se preparó para recibir otra coz, pero no fue así. Se la habían dado a otro. En un esfuerzo hercúleo consiguió abrir los ojos y mirar entre los chichones de su rostro. El soldado estaba pateando un saco de paja y cuando se percató de que lo estaba observando gritó:

—¡Vamos a cortar ese amuleto maldito!

Y en silencio, le ofreció agua de un estómago de cabra. Jorge sonrió agradecido.

—Descansa, compañero, hasta el cambio de turno. No pienso hacerte sufrir más. Y no se lo cuentes a nadie, que nos clavan en una cruz.

Se durmió como un bendito.

«Jorge, ¿dónde están nuestras riquezas?» Oyó en sueños, y en sueños buscó el rostro del que le hablaba y cuando lo encontró, gritó su nombre.

—¿Lorenzo? Yo conozco a ese hombre— Dijo el soldado.

Se despertó desorientado y habló sin fuerzas:

—¿Qué quieres decir?

—Lorenzo. Acabas de decir su nombre.

—Él me dio esto—levantó su pequeña cruz de madera.

—No he conocido mejor persona en la vida. Si te lo obsequió, será que tu corazón es puro como el suyo.

—No lo creo, soldado. Frente a ti está el que lo prendió—dijo Jorge mirando al sucio suelo.

El soldado reprimió las ganas de golpear a Jorge y le preguntó:

—¿Está muerto?

—El alcalde de Roma lo condenó. Me bastó arrastrarlo hasta su celda para saber que su arresto era injusto. Cuando supe que lo habían condenado a muerte, ya era demasiado tarde. Sólo pude interponerme entre el flagelo y su carne y suplicarle perdón. Es entonces cuando me regaló su cruz, que fue mi sentencia.

—¿Cómo murió?

—No quieras saberlo, soldado. Sólo te diré que si tú no has conocido persona más bondadosa, yo no he conocido en todas mis batallas, persona más corajuda que Lorenzo.

—¿Y por qué has venido a parar aquí?

—Por ser oficial de Roma no fui condenado a muerte por aceptar este regalo blasfemo, mas fui castigado con pobreza y exilio. Para saldar mi deuda decidí caminar hasta el lugar dónde nació aquel hombre y rogar perdón a sus padres y entregarme a ellos como esclavo. Tres años llevo perdiéndome por vías y caminos de pastores. He hallado enemigos, entuertos y tropiezos en cada aldea y ciudad que he pisado, pero no había tenido la parca tan cerca como el día de hoy. Morir a cinco mil pasos, según mis cálculos, de mi destino, me resulta cuanto menos frustrante.

—Podría ser que tu camino concluya librando de las fuerzas del mal a la tierra que lo vio nacer. Bien podría ser que estuvieras aquí para librarnos del dragón, que también amenaza la vida de la gente de Lorenzo.

—Podría ser verdad, mas no es el dragón la única fuerza maligna del lugar.

—¿Acaso no es un dragón portador de pestes y de males y de muertes? Si hablas del gobernador, como enemigo del monstruo que es, no puede ser fuerza maligna.

—Soldado—, amonestó Jorge— ser enemigo del malvado no te hace bueno. Tú que has sido curtido en batalla deberías saber.

—No te falta razón, mas su muerte haría que el puño de Roma cayera sobre todos nosotros.

—No hablo de muerte, amigo mío. Hace ya tres años que maté a mi última víctima y aún siento empacho y culpa. Hablo de cambiar como yo hice. A mi me bastó con ver la compasión de Lorenzo hacia mí al prenderle. ¿Qué habría de ocurrirle al gobernador para que dejara de mortificar nazarenos?

—Pierde esperanza, el hierro sólo cambia de forma con fuego y golpes. Y ahora compañero, descansa, que el siguiente turno ha de llegar en poco rato.

Se tumbó desanimado sobre un lecho de paja. Largo tiempo hablaron de Lorenzo y de las batallas a las que como soldados habían sobrevivido. El buen soldado le deseó que aguantara todo lo posible y le anunció que mandaría a alguien para que curara sus heridas. El siguiente turno fue peor que el primero, pues la crueldad de su agresor era tan animosa como la de su compañero, pero sobre un cuerpo ya roto. Con el siguiente perdió la ilusión por vivir y pidió morir por compasión, mas el quinto turno hizo que recuperara la esperanza. Otro soldado decidió que no le iba a pegar y, al igual que el segundo, le pidió que no lo dijera a nadie. Le dio a escondidas agua fresca y un mendrugo de pan.

—De verdad—dijo Jorge con gran esfuerzo— que vuestra ciudad merece ser salvada por vosotros dos.

—¿Dos?—se sorprendió el soldado.

—¿Acaso no sabías que otro soldado me ayudó antes que tú?

—Ni lo sabía ni quiero saber, pues no imaginas las artes averiguatorias empleadas por estos lares—. Se irguió contento—. Si vas a enfrentarte al monstruo, deja que lo comunique para detener esta impiedad.

—Me enfrentaré.

El soldado salió corriendo a buscar al gobernador, no sin antes decir al que le sucedía en el turno que ya no debía continuar con el tormento. Desgraciadamente, el sexto soldado disfrutaba causando padecimiento y entró igualmente a la celda para despacharse a gusto con el desdichado Jorge. Como sabía que no tenía mucho tiempo, le arreó con una estaca de pino en la cara quebrándole la mandíbula de un solo golpe. Con el siguiente le estalló un ojo y con los otros le rompió las costillas y las entrañas. Intentó cortarle la cruz y como no pudo, le dibujó a cuchillo una cruz en la espalda de hombro a hombro y de cogote a posaderas

—Que sorpresa, otro al que su “único dios verdadero” no ayuda.

Jorge no oyó esas palabras. Estaba soñando con el día en que Lorenzo, obligado a llevar ante el alcalde de Roma las riquezas de la Iglesia, apareció risueño rodeado de mendigos, tullidos y leprosos. —Ésta es nuestra riqueza—. Dijo orgulloso.

—Esto es lo que opinan mis dioses del tuyo—decía el sexto soldado orinando sobre el cuerpo sin sentido de Jorge.

Su corazón se detuvo un instante y se vio a sí mismo tendido en el suelo, con la mejilla sobre un charco de heces, sangre y orina. Vio que de los extremos de la cruz que le había tallado en la espalda, emergían dos alas blancas como la nieve de las cumbres. Vio como esas alas se desplegaban desperezándose. Y vio como se batían para arrastrar consigo aquello que él era bajo aquella piel. Pero su corazón latió de nuevo y sintió sin ver, como alguien limpiaba su cuerpo y cosía sus heridas con delicadeza.

—Me muero—dijo Jorge a través de un ínfimo hilo de aliento.

—No morirás solo—dijo una dulce voz de mujer.

Aquella extraña sostuvo su mano con cariño y no la soltó en toda la noche.

Un rayo del alba pasó a través de una grieta del calabozo y despertó a Jorge. Aquella mujer todavía sujetaba su mano. Él se incorporó para ver quién era y vio una moza que había quedado dormida sentada en una posición harto incómoda. La miró largo rato, pues en sus veinticinco años de vida, jamás había visto rostro más bello que aquel. Abrió la chica los ojos y dio un respingo como si hubiera visto un espectro. Quiso levantarse para salir corriendo, pero tenía una pierna dormida y fue a caer, pero antes de darse de bruces en el suelo, Jorge la sostuvo raudo entre sus brazos.

—¿Estás vivo?—dijo ella asustada.

—Bien podría estar en el Elíseo— dijo él mirando a sus ojos verdes.

—¿Dónde están tus llagas y tus cortes y tus huesos quebrados?

Dejó a la chiquilla para poder verse el cuerpo. No había restos de tormento…

—¡Ayayay! ¡La pierna! ¡Que me caigo!—Gritó, sorprendida.

Volvió a sujetarla rapidamente.

—Es como si mil hormigas me mordieran al tiempo.

—Conozco esa sensación, se pasa antes si mojas un poco lo dormido.

Se miraron fijamente sonriendo.

—No estamos en disposición de malgastar el agua en estos menesteres—. Añadió la muchacha, todavía en sus brazos.

—Gracias por cuidar de mí.

—Tendrías que estar muerto. Sólo vine para acompañarte en tu ascenso.

Ella lo miraba buscando alguna señal que le ayudara a entender lo que estaba sucediendo. Volvió a hablar y Jorge le miró los labios.

—Creo que ya puedo tenerme en pie—. Volvió a escudriñarlo—Es un milagro que hayas sanado así.

—¿De verdad que no estoy muerto? Creía que los dioses me habían recompensado contigo.

—¡No he venido a ser la recompensa de nadie! ¡Nunca hubiera imaginado que fatuo semejante pudiera ser bendecido con el don de la sanación!

—No era mi intención desairarte. Claramente creía que había abandonado este mundo.

—¿Acaso las buenas obras que se te conocen las haces para ser recompensado con mujeres? ¡Cuan desencantada me siento!—Continuó enfadada—¿Y con qué habremos de ser recompensadas la mujeres? ¿Con hombres? ¡Ay de la desgraciada que le tocara sufrirte la eternidad!

—No te enfades, que creía que soñaba.

Ella le señaló la cruz que portaba.

—¿Como nazareno que eres, no sabes que en el cielo nadie toma a nadie y que somos igual que los ángeles?

Pareció calmarse y Jorge habló:

—No sé qué buenas obras he hecho que hayan llegado a tus oídos, mas te aseguro que no busco alcanzar recompensa por ellas. Tampoco soy de los de la cruz. Te pido perdón si he ofendido tu creencia.

—¿Y por qué portas la cruz?

—No me la puedo quitar. El cordel parece haber sido hechizado.

La moza se colocó tras él, con un gesto hizo que se agachara para alcanzarle el nudo y lo desató con suavidad. Tomó la cuerda y la cruz y se las mostró.

—No veo hechizo—. Dijo ella ocultando su sonrisa.

—¡No puede ser cierto!—Se echó la mano a dónde estaba antes la cruz—¿Eres hechicera?

— Aprecio más hechizo en tu prodigiosa curación. Empresas más fatigosas que ésta he superado.

—Muchos hombres han intentado cortarlo sin lograrlo.

—Y ha sido mujer la que ha deshecho el lazo—. Sonrió sin disimulo.

—Vuelve a anudarlo a mi cuello que necesito saber.

Riendo sin parar, lo ató de nuevo y Jorge perdió un buen rato intentando desatarlo sin conseguirlo y ella no paraba de reír. —Estira de estos dos extremos y saldrá—. Decía aguantando la risa, mas no salía de ninguna manera. Sólo se desligaba el lazo si ella lo hacía.

Habiendo recapitulado todas las penurias sufridas por no poder desatarse la cruz, se rindió a lo cómico del asunto y rió junto a aquella desconocida.

—Confío en que las risas hayan ayudado a que perdones mi ofensa y me digas tu nombre.

—Julia— respondió con serio semblante, —y mi fastidio ha volado con las risas, pero no mi recelo hacia tu persona.

—Espero pues, vivir lo suficiente para ganar tu respeto— Entonó con galantería.

—Tus palabras son de gran alivio—. Respondió Julia con sátira.

Julia parecía enfadada de nuevo.

—Agradezco que me hayas acompañado en el sufrimiento esta noche.

—No podía dejarte morir en soledad y sin culpa—. Su mirada dulce se tornó amarga. — Si no fuera porque recuerdo haber amado a mi padre en mi infancia, yo misma le cortaría el pescuezo para que dejara de mortificar nazarenos, aun condenándome al fuego eterno.

—Siento oír tan funesta promesa. ¿Eres hija del gobernador?

—Sí, a mi pesar.

—Para alivio tuyo, te diré que tu padre me pidió matar al monstruo por ti.

—No me consuelo—. Dijo Julia con mirada vidriosa—. A veces pienso que desata su ira en los cristianos por no desatarla sobre mí. ¿Habría de negar mi fe para apaciguar a mi padre?

—Yo no soy de los vuestros y no me va tan mal. Podrías enmascarar tus creencias ante sus ojos.

—¿Como tú que las enmascaras ante los tuyos propios?—. Lo miró fijamente.

Pasaron en silencio un buen rato desafiándose mutuamente con la mirada. Parecía como si se fueran a abofetear. Apenas pestañeaban hasta que les dio la risa casi al mismo tiempo.

—Mi padre también es gobernador—. Le confesó Jorge— De una bella ciudad.

—Lo sé. De Melitene.

Jorge mostró sorpresa.

—Los rumores sobre tus gestas han corrido más que tú.

—Es cierto que he empleado largo tiempo en el camino—. Perdió su mirada entre recuerdos y se sintió cansado. Recordó la poca felicidad y la mucha tristeza que halló a su paso. Recordó todas las veces que cayó herido. Recordó haber sanado siempre. —Aunque mis llagas curan rápido, siento el dolor como todos. Por eso nunca lo había visto como un don hasta el día de hoy que me ha librado de una muerte segura, mas podría ser maldición en vez de gracia. ¿Cuánto tormento podrían darme sin alcanzar la paz de la muerte? Temo que tu padre o cualquier otro quiera atormentarme hasta la muerte, sin que la muerte llegue—. Su mirada mostró temor.

—Yo misma mataría a mi padre para liberarte—. Julia acarició su rostro para consolarlo— Dios te ha concedido un poder que no es de este mundo. Úsalo para enfrentarte al mal que no es de este mundo, que las personas vulgares ya nos defenderemos del mal mundano. Lo mismo que la espada no está hecha para cortar las viandas, no estás hecho tú para deshacer entuertos del pueblo. Líbranos de las bestias y los demonios del infierno que gozan causándonos sufrimiento. Líbranos de los prodigios que nos convierten en cobardes, para que nosotros podamos librarnos de nuestra propia maldad que no es poca. El pecado está también en mí. Cada gota de agua que corre por mi garganta, me condeno, pues mueren inocentes para que llegue a la ciudad. Mi padre encadena a personas en las proximidades de la cueva del dragón para que éste los devore y otros puedan llegar hasta un manantial limpio más allá y cargar los caballos con agua pura. He intentado morir de sed, mas mi voluntad es débil. Esa bestia tarda horas en matar a los desgraciados que caen en sus garras. Dicen que sus víctimas pueden oír su voz antes de morir. Podría decirse que conoce bien nuestros planes, que nos deja tomar agua a cambio de personas; nunca ha gustado de animales. Ataca los carros que nos llegan de agua de otros ríos, pero no ataca los carros llenos de joyas y armas. Todos los que hemos bebido de ese agua, sabiendo de dónde viene, estamos condenados. ¿Y no es eso lo que busca el diablo? El diablo no se alimenta de carne, sino de alma.

—Mi corazón me dice que vuestro pueblo debe ser salvado, mas no quisiera que se me llevara la parca sin concluir mi cometido. He de ofrecer mi vida a los padres de un hombre bueno al que yo mismo prendí. Él era de por aquí, se llamaba Lorenzo de Osca.

—Me pesa contarte que murieron hace más de dos años. Fueron ofrecidos a la bestia como todo cristiano que no oculta su fe.

—¿Me engañas para disponer de mí?

Julia tomó con fuerza las manos de Jorge.

—No, no, no, ¿cómo iba a engañarte con tal cosa?—suplicó con la mirada—eran gente amada; los padres de un héroe tan heroicos como su propio hijo.

Jorge se mostró disgustado.

—Quiero ir a comprobarlo.

—¿Y cómo sé que volverás?

No podía evitar contemplar su belleza y el detalle de sus gestos, pero le hizo notar que estaba enfadado:

—Dices que soy inocente, pero administras mi libertad para tus propios fines. ¡Libera a un inocente sin condiciones, que ya seré yo el que decida volver!

—Te pido perdón, el temor me ciega el juicio. No quedan prisioneros ni esclavos para ofrecer al monstruo—. Se llevó las manos a la cara horrorizada— Me avergüenza haber pronunciado estas palabras—. Rompió a llorar y cayó de rodillas.

—Julia, levanta y cuéntame—. Le pidió calmado.

—Se ha elegido al azar, a aquel que ha de servir de carnaza en la siguiente expedición y he sido yo la ganadora de tan espantoso premio. Dentro de tres amaneceres seré amarrada en una estaca a los pies de la gruta del dragón.

—¡No lo hagas, eres la hija del gobernador!

—Si todos somos hijos de Dios, mi vida no vale más que la de cualquier otro. Lo mismo que la vida de un rey no vale más que la de un mendigo.

—Tu decisión te honra, mas tu secta poco perdurará con esa postura.

Julia secó las lágrimas de sus mejillas. Jorge pensó que era bella aun llorando.

—Te ayudaré a escapar. Vuelve para salvar mi vida, si quieres.

—Claro que quiero. Estaba muriendo y me arropaste. No sería mejor que ese monstruo grotesco si te abandonara a tu suerte. Aun si llegara a mi destino y descubriera que me habías mentido, volvería para impedir que el engendro tocara uno solo de tus cabellos—. Jorge la agarró suavemente por la cintura y acercó sus labios a los suyos—Sería blasfemo que un espantajo osara siquiera acariciar el rostro envidiado por Venus—. Y la intentó besar.

Julia colocó discretamente el dedo índice en los labios de Jorge para evitar que éste concluyera su propósito. Le sorprendió que la primera mujer que rechazaba sus encantos, fuera también la más bella de todas ellas.

—No soy la recompensa de nadie. Si crees que mi sacrificio es injusto, volverás y ya seré yo la que decida besarte.

—¡Cuan aburrida es la religión de la cruz con su castidad y su pureza!

—¿Tanto admiras a tu persona que sólo los mandamientos de una religión podrían impedir que una mujer se entregara a ti?—dijo Julia sonriendo.

—Extraña sensación la que provoca el rechazo—. Lamentó Jorge.

—Sanarás rápido— Se burló Julia—. Ya es hora de liberarte.

Decidieron envolverlo en la mortaja que tenía Julia dispuesta para su muerte. Lo ungió con perfume de aloe y vendó todo su cuerpo con cuidado. Jorge la observaba y pensaba que la muerte no era tan funesto destino.

—¡Tratadlo con respeto, era un hombre santo!—. Gritó Julia a los soldados, que fingieron obedecer para no contrariar a la hija del gobernador en sus devaneos con exóticas religiones.

Lo lanzaron sin honores a la fosa común de los ancianos. Como aún no estaba llena, le echaron unas paladas de sal por encima y se fueron. Al poco tiempo llegó Julia y cortó sus telas. La luz del meridión le cegó, pero pronto logró ver el rostro más bello que había visto jamás. Estornudó por el sol. Ella lo apresuró para que se retirara de aquel lúgubre agujero y él se asustó de verse rodeado de muertos. Le devolvió su hispana y su ropa para que cubriera su desnudez y le entregó un caballo blanco y viejo que no había acabado en matadero de flaco que estaba.

—A éste no lo echarán de menos—se excusó Julia.

—Los caballos viejos corren menos, pero conocen más atajos—. Hizo ademán de montar. Miró sus ojos verdes porque sabía que pasaría demasiado tiempo sin verlos. —¿Me concederías besar tu mano siquiera antes de partir?—dijo al tiempo que rozaba suavemente sus dedos con los dedos de ella.

—No veo mal en ello—. Contestó ella.

Y Jorge le besó la mano con cariño. Julia sonrió al verlo y le advirtió:

—Tampoco veo mal en permitir que beses mi mejilla.

Alzó la mirada tembloroso, sin dejar de mirar sus ojos verdes. Se acercó poco a poco, la besó y ella cerró los ojos. La besó tal y como ella había consentido, en la mejilla, mas tocando con sus labios la comisura de los suyos. El tintineo de armaduras de soldados cerca de allí no hizo que se apresuraran en acabar ese momento que estaban viviendo: acabó cuando quisieron ellos.

Montó callado en el relingo y Julia le hizo un último ruego:

—No me olvides.

—Más fácil sería que olvidara al sol, aun teniéndolo sobre mi cabeza día tras día.

Y partió raudo.

Cuando se sintió a suficiente distancia, dejó que su anciana montura fuera al trote en vez de al galope, pues temía que no aguantara.

No tardó en llegar a un bosque de tristes tejos muertos que le ayudó a comprender la grandeza del mal que asolaba a la región. No prestó atención al zumbido de las chicharras hasta que hubieron parado todas al tiempo. Con un suave toque de talones indicó al caballo que aligerara el trote. Se le movían las orejas al jamelgo como si tuvieran voluntad propia. —A ti tampoco te agrada este lugar— Masculló entre dientes. El caballo respondió aumentando el ritmo. Jorge vio algo que les seguía con el rabillo del ojo que le produjo gran desasosiego, mas procuró no exhibir  susto. Acercó su mano a la espada mostrándose despistado, mas sin dejar de notar una maligna presencia siguiéndolos de cerca. Ya podía ver más adelante una zona menos frondosa y más segura, cuando se asustó el caballo y Jorge cayó al suelo. Desnudó su espada hispana todavía con la espalda en el suelo y estiró el brazo para colocar la punta entre él y el dragón que había aparecido frente a su rostro.

—Grata sorpresa—Habló el monstruo con la voz de un coro de cien condenados ardiendo.

Tenía aquella bestia maldita el tamaño de un oso, los ojos de persona, mas la mirada de muerto, pico afilado que parecía de roca enmohecida y que le cubría casi toda la cornuda testuz, el cuerpo bien podría parecer el de un ave, pero con cuatro garras con escamas de gallo y zarpas en todos los dedos; las delanteras parecidas a las de los hombres. De entre las escamas que cubrían su cuerpo asomaban repugnantes pelos gruesos y afilados. Sus alas cubiertas de plumas negras estaban desplegadas y cubrían el sol de lo grandes que eran. Eso es todo lo que Jorge pudo ver en un primer vistazo. Lo que vería luego le causaría más espanto todavía.

El viejo caballo permaneció aterrorizado a su lado, relinchando, resoplando, saltando y dando coces y dentelladas al aire, mas sin huir como hubiera hecho cualquier otro.

Habló de nuevo el dragón:

—¡Cuan placentera ha sido la estadía en la tierra de los hijos esperando tu llegada!—Su aliento era de heces y azufre. —Liviana tarea la de arrastrarlos a mi reino en esta era, pero más liviana en eras venideras es, aunque más aburrida. Habrías de saberlo—. Escudriñó a Jorge—¿Me temes?—Preguntó sorprendido.

—¿Acaso ves que el brazo de mi espada tiemble?—Claro que le aterrorizaba esa bestia y esa voz. Además, estar recostado en el suelo no era postura de combate adecuada.

—Huelo tu miedo y oigo tu corazón. Me decepcionas.

—No negaré mi sorpresa, pero he de decirte que el susto nunca me ha apartado de la batalla. Tu semblante me causa repulsión, es verdad, mas la gana que tengo de poner fin al mal que estás causando me infunde fuerza y destreza. Siento como mi espada se afila mientras discurro el lugar por dónde te la voy a ensartar.

—No es fácil atravesar este cuerpo—, habló el dragón— ya sé que no es tan bello como el tuyo, pero no le negarás encanto; no negarás que infunde temor—Se alzó sobre sus dos patas traseras, meneó el rabo como una serpiente reptando, desplegó las alas, abrió los brazos y se miró orgulloso la panza y las criadillas—. ¡Hasta el más bravo de los guerreros suplica clemencia al verme!

De cierto que causaba espanto ver que la piel de su panza era transparente y dejaba ver pedazos de personas devoradas, flotando en su estómago. Manos, huesos, vísceras y trozos de rostros que conservaban aún el temor, maceraban lentamente en su interior.

Con la rapidez de un rayo, el dragón sorteó la espada de Jorge y se acercó a él para agarrarle la cruz con grotesca delicadeza usando dos de sus largas uñas.

—¿Por qué hubo de venir al mundo a padecer por ellos?—dijo el dragón acercándose la cruz a los ojos—¿Por qué regala el festín a los perrillos, si tiene a los convidados con él?—lamió la cruz con su pestilente lengua de vaca—¿Y no perteneció este colgante a Lorenzo, un triste adulador de padre?, ¡cuánto me disgusta no haber presenciado el espectáculo de su muerte!—Estiró de la cruz. —No veo por qué habrías de portar símbolos de los hombres.

Estiró aún más, tanto que levantó a Jorge del suelo que agarró la cuerda para que no le cortara el cuello. En estas, el caballo, aun con lo viejo y flaco que estaba, propinó tal coz a la bestia que le hizo crujir las costillas y lo desorientó lo suficiente para que el señorito de Capadocia le lanzara una rápida estocada a la garra con la que lo sostenía en el aire y se la cortara de cuajo. Los dos cayeron al suelo. El dragón se retorcía más de rabia que de dolor. Hizo pie Jorge, y como no iba a desperdiciar la oportunidad de matar al dragón, agarró con fuerza su reluciente espada hispana a modo de puñal, estiró el cuerpo como si pensara a tocar el sol y lo contrajo con grandiosa fuerza hacia aquel diablo para ensartarlo de lado a lado. Pero el demonio, con su rapidez de demonio, se apartó a tiempo y la espada se clavó en la tierra, que si no llega a topar con una roca, se entierra hasta la guarda.—¡Sin ventura yo!— Notó Jorge el impacto en todos los huesos de su cuerpo, mas no desfalleció en el intento de aniquilar a la alimaña mal herida. De otro estoque le rozó el cuello y la bestia sorprendida, alzó el vuelo para tomar mejor posición en batalla. Sin perderla de vista, agarró Jorge las riendas del relingo.

—Es momento de correr como el viento—montó y le acarició el cuello—¡Vuela, amigo mío, vuela por nuestras vidas!

Y antes de que el dragón se abalanzara sobre ellos con el pico por delante para ensartarlos, salió galopando el viejo caballo blanco con tal rapidez, que poco faltó para que Jorge se quedara en el sitio.

Volvió a alzar el vuelo el monstruo y volvió a lanzar su pico contra ellos, errando el golpe por la rapidez del rocín. Así anduvieron unos dos mil pasos hasta que el caballo desobedeció los tirones de riendas de su jinete y tiró al este en lugar de tirar al oeste. Bajo los embistes de la bestia entraron a gran velocidad a una cueva. A punto estuvo Jorge de dejarse los dientes en la entrada si no se llega a agachar a tiempo.

Descabalgó y tirando de las riendas corrió para adentrarse todo lo posible en aquella gruta. Oyó asustado como la bestia pisaba tierra y se adentraba tras ellos. Como sabía que la alimaña corría más, desnudó su espada y se preparó para el combate. Se llegó el dragón hasta donde estaban ellos, empero se detuvo, olfateó el aire y renqueando por el entuerto que le había causado en su garra, salió de la cueva sin darse la vuelta.

—¡En tres amaneceres atravesaré el pecho de tu querida!—gritó al tiempo que alzaba el vuelo.

Se hizo el silencio.

—¿Por qué se ha replegado?—Preguntó Jorge al caballo sin esperar respuesta.

—Porque le damos asco.

Miró con sorpresa al caballo que estaba mordisqueando unos hongos de una roca. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, descubrió con pasmo que la cueva estaba habitada por personas.

—Siento haber puesto en peligro vuestro hogar trayendo esa bestia hasta aquí—, se disculpó— soy Jorge de Capadocia. Ya me voy si no me necesitan.

Veía algo raro en sus rostros, pero la oscuridad le impedía saber y no se aventuraba a preguntar.

—¿Querrías tomar un poco de agua antes de partir?—Ofreció alguien desde la penumbra—No la hemos tocado, puedes beber tranquilo.

—Os lo agradezco. Y si pudierais dar un poco al caballo que acaba de salvar mi vida, os lo agradecería más aún. Pero si tenéis escasez, os ruego que la guardéis bien que ya compartiré mi ración con mi valiente compañero. Que habiéndolo conocido hoy, ha permanecido a mi lado pudiendo haber huido.

—No tenemos escasez de agua, podéis beber hasta saciaros bien y llevar con vosotros una bota llena.

—¿Por qué no os falta agua y en la ciudad a duras penas hay?

—Porque la bestia nos aborrece. Le repugna nuestras llagas. Cargamos tinajas sin más fastidio que sus amenazas y sus burlas a lo lejos.

—¿Y por qué no abastecéis a la ciudad?

Sus pupilas se acostumbraron finalmente a la oscuridad y vio las terribles llagas causadas por la lepra.

—Son ellos los que no consienten que nos acerquemos nosotros ni cualquier cosa que hayamos tocado. Sólo algunos nos piden agua y nos traen alimento y ropa a cambio, mas la oficialidad prohibe nuestra presencia.

—Me resulta difícil entender que se rechace vuestra ayuda, pero se ofrezca personas como alimento de la bestia.

—Hay quien, aun estando bajo el sol, vive entre tinieblas.

—Y hay quien, estando en cueva profunda, vive con la luz del sol—. Añadió Jorge.

—Todos nosotros venimos de allí. No somos buenos ni malos, la enfermedad no le hace a uno bueno, lo mismo que ser enemigo del malvado no le hace a uno bueno. Mas ser despojados de nuestro hogar y nuestros bienes y abandonados para que la muerte nos halle, nos hace apreciar la poca vida que nos queda y la vida en general. Podría ser que librarnos del peso de nuestras riquezas nos haya hecho ver que aferrarse a la vida da más vida que aferrarse al oro. Yo, al igual que tú, Jorge, he sido militar y he quitado la vida a cientos para defender nuestras tierras y nuestras familias, mas ahora que me queda poca vida, cambio el orgullo de las vidas que quité por el orgullo de las vidas que salvé.

—Comparto tus sabias palabras, empero despojado de todo y exiliado, arrastro el temor a la vida. Que no se me acabe cuando tenga que acabar y tenga que padecer grandes tormentos.

—Así pues, ¿he de entender que cambiarías tu vida por la nuestra, soldado?—Dijo el leproso.

—Pido disculpas por mis palabras egoístas.

—No te disculpes y recoge el fruto de tu vida mientras puedas—. Interrumpió el soldado cubierto de llagas.

—Ahora debo partir. Agradezco vuestro obsequio, pues sé bien que en esta tierra vale más el agua que las joyas.

—¿Cuál es tu destino, soldado?

—Busco a los padres de un hombre llamado Lorenzo. Me han dicho que murieron como carnaza del dragón, mas no quiero creer.

—La ventura está contigo. Aunque cansados y derrotados por la pérdida de su hijo, respiran aún.

—¿Estás seguro? Confío en la persona que me dio la funesta noticia.

—Tan seguro como que acuden todas las semanas para traernos alimentos y ropas limpias.

—Debo partir de inmediato, pues.

Montó en el caballo que ya no veía ni viejo ni flaco, pues le parecía más pegaso que relingo.

—¿Por qué habría de salvar a una mentirosa?—Se preguntaba entre dientes.

Sólo vio tierras desoladas y arboledas secas. Anduvieron todo el tiempo que el sol les dejó antes de dar paso a la noche. No tenía con qué hacer un fuego, así que se acurrucó a los pies de un árbol. No ató las riendas del caballo porque si no lo había abandonado con el dragón no habría de abandonarlo por sus ronquidos.

La noche llegó sin Luna ni estrellas. Lo mismo que estar ciego era.

—Julia no me dijo tu nombre—. Le dijo al caballo. —¿Cuántas andanzas habrás vivido para ser tan bravo?—Hoyó como bufaba y lo interpretó como respuesta—Te llamaré Vetusto, si es de tu agrado. Porque lo que para muchos es defecto, es en verdad virtud. Lo único cierto es que a la vejez le queda poco tiempo de vida, mas te diré, amigo mío, que la parca no entiende de juventudes ni vejeces.

Como no podía dormir, habló largo rato con Vetusto que aunque bufaba y resoplaba pareciendo que entendiera, llevaba dormido desde que Jorge había elegido el árbol como cobijo.

—Así pues, querido compañero—, seguía hablando— si no puedes descansar los ojos, descansa al menos los huesos. Es lo que pienso siempre que no me viene el sueño…

De pronto, sintió un escalofrío y le advino miedo sin saber el motivo. Escuchó una voz temblorosa de mujer muy cerca de su oído:

—Mátame, te lo suplico.

No era voz de persona y agarró su hispana con fuerza.

—¿Quién hay? ¡Soy hombre peligroso, no requiero ver para luchar!

—Que acabes con mi vida, te ruego, si no quieres que acabe con la tuya y con la del animal.

—¿Sacrificarte me pides?

—Anhelo la muerte y eres el único que no echa a correr al verme.

—No veo nada, es por eso que no he huido, mas no negaré las ganas que me están viniendo de echar a correr con tus palabras.

—Éramos el agua de los ríos y los manantiales. Sólo los niños podían vernos. Hadas nos llamaban y ahora que estamos envenenadas nos gritan brujas. No soporto más el dolor y el odio que corre por mis venas. Me siento arder y no hay nada que pueda apagarme. Siento sed, habiendo sido agua.

—Es el dragón que ha contaminado las aguas. Pronto acabaré con él y acabará tu padecimiento.

—Si acabar con él no resucita a todos los que mató, no va a resucitarme a mí. Las aguas bajarán limpias, más yo ya he muerto y no voy a revivir. Sólo ruego que mates este cuerpo que tengo por prisión para poder partir. He causado sufrimiento para saciar mi sed. Debo irme de este mundo.

La bruja tomó la mano de la espada de Jorge y tiró para que desenvainara. Sintió sus dedos helados y huesudos. Todo ocurría a oscuras sin ver siquiera el rostro de aquel ente al que iba a dar muerte. Fue ella la que dirigió la punta de su arma hacia su propio corazón. Y le rogó:

—Si antaño tu brazo fue raudo para causar sufrimiento, que lo sea ahora mucho más para no causarlo, que no quiero sentir el metal entrando en mi. Te suplico.

Jorge dudó un suspiro y la bruja gritó:

—¡Te devoraré con vida si no me matas!

Cayó en ese momento una estrella fugaz que iluminó los cielos y Jorge pudo ver el espantajo que tenía frente a sí de ojos amarillos, con la boca llena de dientes afilados y unas uñas puntiagudas tan largas como los propios dedos tomando impulso para clavarse en él.

Empujó su espada hispana con gran fuerza y presteza y atravesó aquel repulsivo cuerpo como si de manteca de cerdo se tratara. Oyó un suspiro y todo quedó en silencio y en completa oscuridad. Un grillo y resoplidos de Vetusto es lo que sintió el resto de la noche. No supo si había sido un sueño, pues a la mañana siguiente no halló rastro.

Partió en cuanto el sol avisó de su salida. El tercer amanecer era ahora el segundo. Debatía Jorge en su interior si debía arriesgar la vida por una embustera, cuando arribó al lugar de la familia de Lorenzo al medio día. Llamó la atención de la gente por sus prisas y su facha.  Desmontó. Al pisar tierra sintió todo el peso de todo lo que había padecido para llegar. Llenó el pecho de aire y con una mano en la crin de Vetusto, gritó:

—¡Busco a los padres de Lorenzo, conocido bien por estos lares!

De entre el tumulto apareció una mujer.

—Yo soy su madre.

Jorge miró al suelo y en señal de humillación, hincó una rodilla en el firme.

—Vengo desde Roma para ofrecerme como esclavo a los padres o a la familia que quede de Lorenzo, el único héroe que he tenido el honor de conocer, pues fui yo el que le prendió injustamente cuando se ordenó su arresto.

—No necesitamos esclavos; eres libre. Levántate, pues.—. Respondió la madre de Lorenzo.

Jorge alzó la mirada.

—He tardado tres años en llegar para ser escarmentado, ruego que no me dejes así.

La mujer le tocó los hombros delicadamente para indicarle que se alzara.

—Lorenzo conocía bien su sino. No fuiste tú el que le condenó. Eres hombre de mundo, ¿no has visto, pues, el miedo en el corazón de las personas? ¿No has visto lo perdidas que andan? Si es que sólo somos niños aunque seamos viejos. Es cierto que la maldad existe, chico, empero no vive en tu ser si has venido de tan lejos para rogar perdón.

—Necesito ser condenado—. Imploró Jorge.

Le soltó, la buena madre de Lorenzo, tal bofetada con la palma de la mano abierta, que le pareció que se le movían las muelas que tan orgulloso conservaba. Todo el pueblo puso gesto de dolor, incluso un niño abrazó la pierna de su madre llorando.

—¿Te está bien con esto?—preguntó la mujer agitando la mano que se le había quedado caliente.

—No lo imaginaba así—. Contestó Jorge mientras le caía una lágrima del ojo de la parte abofeteada. —No es el final de empresa de Ulises, mas si a ti te sirve, yo estaré conforme. Porto la cruz que tu hijo me regaló. Me gustaría que os la quedarais.

—¿Te dijo que nos la dieras?

—No, en verdad.

—Pues querría que la tuvieras tú. Quédatela.

En estas que apareció el padre e interrumpió:

—Yo no estoy conforme. Vienes de tan lejos para ofrecernos tu joven vida, ¿para qué? Sabe Dios lo que habrás sufrido hasta llegar aquí. ¿Cómo te llamas, hijo mío?

—Jorge—. Respondió.

—Deja de engañarte, Jorge. No has venido buscando a los padres de Lorenzo, has venido a buscar a tu padre; al padre de todos. Lo viste en las palabras de mi hijo, en su mirada, en sus actos, ¿verdad?

—Mas yo no puedo pertenecer a los de la cruz, pues soy impuro como hez de cerdo—. Contestó Jorge.

—Querido Jorge—, dijo riendo la madre de Lorenzo—. Si fueras puro no necesitarías a Dios. No está hecha la venda para cubrir piel sin llaga.

Jorge callaba. La mujer tomó su mano:

—Acompáñanos, quiero que veas algo.

Fue con ellos hasta su casa, allí le ofrecieron vino, pan y agua, pues aunque sus pozos también estaban envenenados, podían llegar a manantiales de otros montes. Allí le enseñaron algo que Lorenzo les había confiado para que custodiaran en secreto y que no revelaré, pues a día de hoy, sigue siendo secreto. Quedó fascinado Jorge con aquello y se ofreció a cuidarlo como el mayor tesoro del mundo que era. Y así lo hizo, pero eso es otra historia.

Pasó el tiempo hablando con ellos y con más familia. Le explicaron que para ser cristiano debía ser bautizado y hablaron además de su enfrentamiento con el dragón y de Julia.

—Me dijo que habíais muerto para disponer de mí—. Explicó Jorge.

—Podría ser—, dijo alterada la madre de Lorenzo— que estuviera confundida o, qué importa, tendría miedo. ¿Nunca has mentido tú por miedo, por avaricia o para alcanzar una meta egoísta? ¡Ella te ha mentido para no ser devorada viva, zoquete!

—Le mentí para lograr poseerla. Le dije que la salvaría del dragón aunque me hubiera mentido con vosotros—. Pronunciaba Jorge estas palabras de arrepentimiento asustado por sus propios actos, ajustándose la espada y la capa para partir de inmediato.

—¿Quieres ser bautizado antes de partir a enfrentarte al diablo?—Propuso el padre con preocupación.

—No lo merezco. Que me bautice Julia si logro salvarla, pues si no llego a tiempo por mí vileza, prefiero ser arrojado a la llama eterna del infierno—. Contestó Jorge enfadado consigo mismo. ¡Qué imbécil he sido! ¡De verdad que no hacen falta dragones ni demonios para condenarse uno!

—¡Corre como el viento, muchacho, no dejes siquiera que las cadenas rocen su fina piel y haz que la bestia tema atormentar a los hombres aun reencarnándose mil veces más!—Ordenó la mujer.

Partió de inmediato con unas pocas provisiones para cabalgar todo lo que el atardecer le permitiera. No se detuvo para dormir. Caminó al lado de Vetusto confiando en el buen criterio del animal, pues hacerle siquiera trotar a oscuras, podría ponerle en riesgo los huesos de sus patas. Esta vez las nubes no tapaban las estrellas y aunque no veía lo que le ocultaban las tinieblas, no era como estar ciego.

—Oigo pezuñas que no son las tuyas, Vetusto. Nos siguen ocultos en la negrura.

Pero el caballo no parecía asustado ni nervioso.

—Diría que son lobos, amigo mío. Confío en tu templanza: si tú vas calmado, también iré yo.

Al rato oyó una voz terrible similar a la bruja de la noche anterior:

—Darás tu vida por una embustera cuando tu vida vale más que mil hombres. Eres especial, Jorge. Lo sabes y lo sientes. Les haces servicio cuando podrían ser tus esclavos.

—¡Déjame en paz, bruja!

Mas la bruja continuó hablando tras él sin dejarse ver:

—Lo tuyo no es un don, sino un maleficio. ¿Has descendido al mundo de los hijos para sufrir más que todos ellos juntos pudiendo someter a reyes y emperadores?

—No hablas tú, sino las miasmas de la bestia que acecha a los seres de este lugar. Sé bien que antes amabais a las gentes. Tu compañera me lo confesó cuando me rogó que terminara con su dolor.

Aquel ser maligno comenzó a gritar y a acercársele por la espalda y los lobos que les rondaban empezaron a gruñir, a ladrar y a aullar. Desenvainó Jorge su espada para enfrentar el peligro y al poco que logró ver la figura de la bruja abalanzándose sobre él, un lobo emergió de entre las tinieblas y enganchó por un pie a aquel espantajo que intentó defenderse asestando un zarpazo al noble animal, mas sin acertar a dañarlo. Otro lobo, de un salto, le mordió la cabeza y la zarandeó con violencia. Luego llegaron los demás y Jorge prefirió no mirar y seguir su camino a oscuras.

A poco que asomó el sol tras los montes del levante, montó en Vetusto y echaron a correr como halcones a ras de suelo. —¡Podremos llegar antes de que la prendan, veloz amigo!—Le decía al caballo a la oreja. Y corriendo tanto como corrían, ninguno de los dos, ni hombre ni animal, cayó en la cuenta de que andaban atravesando la arboleda de los tejos muertos ni de que el dragón los acechaba entre la espesura. Jorge notó con espanto como unas garras titánicas se clavaban en sus hombros y lo separaban de Vetusto. El dragón lo alzó hasta las nubes.

—¡Tanto me temes que sólo osas emboscarme para darme muerte!—Gritó Jorge desesperado sabiéndose hombre muerto.

—El honor es una de las muchas necedades humanas—. Respondió el diablo al tiempo que lo dejaba caer.

No gritó, atemorizado que estaba, para no dar satisfacción a la bestia que lo miraba desde arriba. Tuvo tiempo mientras caía de pensar en muchas cosas, mas sólo pensó en Julia. Pensó en que era más embustero él que ella. Atravesó las ramas secas de un árbol y dio con el cuerpo en la dura tierra. Vio fulgor y olió sangre antes de perder el conocimiento. Despertó al poco tiempo. Oyó como el diablo hacía pie tras de sí. No pudo moverse porque no se notaba el cuerpo. Oyó las pisadas sosegadas de la bestia acercándose.

—¿Dónde están tus alas?—preguntó desafiante el dragón.

Agarró a Jorge por la cabeza, con el brazo que aun le quedaba y lo alzó como un muñeco. Lo miró con curiosidad y desprecio. Se abalanzó Vetusto sobre la bestia lanzándole coces y dentelladas. Jorge quería gritarle que huyera, mas no tenía aire ni fuerzas para gritar. El monstruo le asestó un empentón con la zarpa trasera sin soltar a su presa que lo mandó veinte pasos más allá dejando al pobre animal medio muerto o muerto entero. Grande pena sintió Jorge aún colgado por la cabeza

—Nacer de mujer os hace débiles y olvidadizos—. Dijo la bestia al tiempo que lanzaba a Jorge igual que si fuera la piel de un higo. —El espinazo quebrado no te será impedimento para oír los gritos y las súplicas de tu querida desde aquí. Te ruego que no mueras aún—. Habiendo dicho todo esto dándole la espalda, levantó el vuelo y desapareció.

«Vetusto, amigo fiel, aguanta si puedes, mas si no puedes será un honor peinar tu crin en el Elíseo o dónde quiera que nos volvamos a ver» Dijo Jorge sin poder hablar.

Le cayeron lágrimas al cerrar los ojos. —No llegaré a tiempo—. Se lamentó.

Soñó con Lorenzo muriendo abrasado en una parrilla. «No necesitamos demonios para condenarnos» pensó. Y despertó de la pesadilla. Era noche profunda y seguía sin poder moverse. Su esperanza flaqueó. Oyó gritos y carcajadas de las brujas de la noche, empero oyó también, la manada de lobos por ahí cerca y las brujas dejaron de oírse.

Cerró los ojos.

Vio como Lorenzo decía a sus verdugos que le dieran la vuelta, que ya estaba hecho por un lado. Lo vio, también a su lado, contemplando la escena sin llagas ni úlceras. —Buen soldado en cielo y tierra eres.

Sintió que su alma se elevaba y abandonaba su cuerpo quebrado y cansado. Cuanto más se elevaba, más descansado se sentía. Pero detuvo su ascenso. Notaba algo extraño en su pie. ¿Volvía a sentir su cuerpo? Abrió los ojos y vio un revoltoso zorro rojo mordisqueándole el pie como queriendo robarle la sandalia. Cuando el animalillo lo vio despertar, salió corriendo a más no poder. —¡El sol asoma!—Gritó apresurado.

Con esfuerzo hercúleo se arrastró hasta Vetusto que yacía entre matorrales secos.

—¡No estés muerto, amigo fiel! ¡Que cuidaré de ti aunque hayas quedado cojo!

Se llegó hasta el animal como buenamente pudo. ¡Qué alegría se llevó al ver que respiraba!

—¡Caballo viejo y flaco! ¿Cuantas batallas has luchado para ser tan bravo?

Y cuando abrazó con fuerza su recio cuello, Vetusto bufó y resopló y se levantó con gran esfuerzo y orgullo y Jorge recuperó las fuerzas también.

—¡Oigo ruido de cadenas y martillo, viejo! ¡Que los que te vean galopar te recuerden como al mismo Pegaso!

Saltó al lomo de Vetusto y partieron para enfrentarse al diablo.

Al salir de la arboleda vio que había niebla o una nube baja anillando la montaña.

—¡Los dioses están de nuestra parte!—se alegró—o Dios, si te parece mejor—. Corrigió.

Dirigió al caballo monte arriba hasta superar la altura de la niebla y colocarse por encima de la entrada de la cueva del dragón. —Tus oídos serán nuestra guía—. Le susurró a la oreja.

Vetusto se mantuvo quieto y en silencio como si entendiera lo que Jorge tramaba.

Latió fuerte su corazón al oír los lloros de Julia sin verla. Mientras esperaba a la bestia, sentía que su espada hispana se afilaba en su mano y que agudizaban sus sentidos.

De pronto, Vetusto dirigió las orejas al lugar y tensó el cuerpo. De inmediato, le picó de talones y volaron ladera abajo adentrándose en la niebla. Alzó la espada para asestar el golpe nada más verlo. Julia gritó de espanto. Saltaron por encima de la guarida y allí estaba la bestia acosando a la muchacha encadenada a una estaca de hierro. Le arreó Jorge tal estocada en la cabeza que desmoronó las nieves de las cumbres con el estruendo, empero no atravesó la dura piel para alcanzarle los sesos. Julia recuperó esperanza. El monstruo quedó aturdido y gritó por rabia. Jorge siguió galopando por la niebla para preparar otro golpe «Cubierto de roca parece, mas si el cuello puede doblar, blando ha de ser éste a la fuerza». Tiró de una rienda para que Vetusto cargara contra la bestia otra vez. Julia oyó que iba a pasar por su lado y estiró la mano. Él rozó sus dedos para corresponderle el saludo al pasar raudo por su lado. Cuando vio al diablo, saltó de Vetusto que dio un giro para guardarse de zarpazos y con el empuje que llevaba, se deslizó por la tierra para alcanzar la garganta de la bestia desde abajo. Sólo logró herirlo porque la rapidez del monstruo no era de este mundo.

—¡Sin ventura yo!—Gritó al errar la estocada.

Desapareció el monstruo entre la niebla y todo quedó en silencio. Se preparó Jorge para ser embestido. Nada pasó. Se despejó la niebla y Vetusto se calmó. Alcanzó una roca y corrió hacia Julia para aplastar la cerradura de la cadena que la tenía presa. Golpeó una y otra vez sujetando fuerte la piedra con las dos manos. Alzándola al cielo y empujándola con todo el cuerpo hasta la pieza de metal. Julia contó con admiración casi cien embates sin pausa ni descanso hasta que hubo cedido el metal. Sin hablar, la ayudó a subir al lomo de Vetusto con él y partieron veloces al cobijo de los muros de la ciudad.

Cuando se sintieron seguros se abrazaron y se comieron a besos y a perdones.

Poco duró el deleite cuando llegaron los soldados de la ciudad para apresarlos. Los llevaron ante la presencia de un oficial que no era el padre de Julia.

—¿Dónde está el cobarde de mi padre?—Gritó Julia

El oficial se levantó y respondió con dureza:

—Tu padre se ha quitado la vida por creerte muerta.

Quedó helada la muchacha sin saber si debía llorar y Jorge le dio la mano con cariño.

—Si estáis vivos ha de ser por haber matado al dragón—. Afirmó el oficial.

—No es así. Lo he herido y ha corrido a esconderse como la rata que es—. Contestó.

El oficial dirigió sus palabras a Julia.

—¿Y no debías ofrecerte en sacrificio para que tu pueblo no muriera de sed?

Julia rompió a llorar, mas no por las duras palabras del oficial, sino por que en verdad amaba a su padre.

—¿Cómo un soldado puede consentir el sacrificio de inocentes sin haber luchado antes?—recriminó Jorge con gran enfado.

El oficial, con odio en el rostro, desenvainó su espada ante el desafío. Su rostro pasó de odio a espanto al oír los gritos de las gentes y el batir de dos alas titánicas. Los soldados miraban, turbados a un lado y a otro hasta que uno gritó atemorizado señalando el tragaluz de la sala. Por el hueco estaba mirando el dragón con sus ojos que parecían de muerto. Y dijo a los presentes:

—Si a la salida del sol, desarmado y encadenado a los pies de mi guarida hallo al arcángel, abandonaré estas tierras para no regresar, dejando atrás todo el oro que guardo en mi gruta.

Y diciendo estas palabras emprendió el vuelo.

Recayeron sobre él todas las miradas

—Se le puede vencer—. Advirtió Jorge—Me teme, por eso os ha pedido que me entreguéis indefenso. Vayamos todos a por él. Yo lo haré salir de las grutas.

Acto seguido intervino un soldado dando un paso al frente:

—¡Me ofrezco voluntario!

—¡Yo también!— dijo otro—será un orgullo luchar al lado de estos soldados.

Jorge reconoció las voces de esos valientes; era los soldados que no quisieron mortificarlo.

El soldado al mando, despreciando la valentía de sus subordinados, se dirigió a Jorge:

—¿Para qué habríamos de arriesgar una sola de nuestras vidas, si con la tuya ya es suficiente.

—Porque no se irá jamás. No cumplirá su palabra, pues no la tiene ni la quiere tener—. Se defendió.

—¡Y porque es inocente!—Gritó con furia Julia— ¡Este hombre no debería estar rogando por su vida!—se interpuso entre Jorge y los soldados—¡Hace ya años que dicta nuestro destino una bestia maldita! Se nos da la oportunidad de vencerla y tú prefieres vivir humillado por siempre.

El soldado levantó la mano para abofetearla, mas bastó una mirada de Jorge, aun estando maniatado, para que desistiera. Julia continuó hablando sin miedo, pero con tristeza:

—El dragón no vino para corromper nuestras aguas, sino nuestras almas.

—Serás encadenado al amanecer. La suerte está echada—Sentenció el soldado al mando.

Julia lo abrazó y lloró en su pecho. Jorge, sin poder abrazarla, besó sus cabellos.

Cuando fueron a prender a Jorge, habló de nuevo el superior:

—No he acabado. Vosotros dos—señaló a los que se habían ofrecido voluntarios—, seréis encadenados con él. No quisiera que fuerais a socorrerlo y el dragón no cumpla su promesa.

—¡No lo hagas!—suplicó Jorge—¡Aprésalos hasta que yo haya muerto!

—Desiste, peregrino—contestó—lo hago también, para sofocar motines. Entregad además, al que mandó apresar el gobernador.

Los soldados condenados no mostraron miedo sino orgullo al ser conducidos a la celda.

Jorge hizo una petición antes de que se lo llevaran:

—Quisiera que se me concediera una última voluntad, como ciudadano romano.

—Habla, siento curiosidad.

—Que se me lleve la parca siendo nazareno; quiero ser bautizado.

—Me decepcionas. Que busquen a un hechicero de los suyos y que le concedan su voluntad.

—Yo misma lo haré—. Dijo Julia.

—No vayáis a emplear agua limpia para hacerlo—Advirtió el soldado—Llevadlo con los demás.

Julia lo acompañó, pues aquellos muros eran su hogar, mas no se le permitió entrar a la celda con él y se daban la mano a través de los barrotes. Allí estaban con ellos los dos buenos soldados y el que le torturó por gusto, acurrucado en un rincón temiendo represalia; había sido apresado por matar a Jorge, aunque en verdad no hubiera muerto.

Concretaron Jorge y Julia que le bautizara con el agua del pozo, pues sabía que no iba a morir por envenenamiento. Portó Julia un pozal lleno de agua y una concha marina de las playas de la Triunfal Tarraco que guardaba cual joya. Genuflexo, agachó la cabeza y ella, como buenamente pudo, pasó la concha llena de agua del pozo a través de los barrotes oxidados. Jorge, al notar el agua en su cabeza, esperó el dolor del veneno, pero éste no llegó. Sintió alivio y regocijo y por sus mejillas corrieron lágrimas de alegría. Cuando alzó la cabeza vio que Julia estaba paralizada de miedo.

—Julia, ¿qué tienes?—. Le preguntó preocupado.

—¿No lo has visto?—tomó su mano y escudriñó su rostro como la vez primera que lo vio.

Uno de los soldados valientes le explicó:

—Donde ahora ves techo—señaló arriba—, se ha aparecido cielo y dos personas con inmensas alas han descendido y han posado sus manos sobre tus hombros.

—«He aquí nuestro fiel compañero», han dicho antes de desaparecer—dijo Julia admirada.

Los buenos soldados pidieron ser bautizados y el agua no les dañó tampoco a ellos, mas el mal soldado, al ver que el agua nos les dañaba, intentó beberla y sólo con mojarse los labios pasó la noche retorcido de dolor. Hablaron y rieron los cuatro como amigos toda la noche, sin miedo a morir, aun teniendo la certeza de que el funesto momento llegaría al amanecer.

Y el momento, llegó. Los dejaron en calzones y encadenados emprendieron el triste camino a las montañas. Julia le anunció que iba a acompañarlo hasta el final y que iba a morir con él si un milagro no lo impedía. —Como no podré persuadirte de tu locura, libera al menos a mi caballo—. Julia cumplió y volvió sin pausa a su lado. La gente, al verlos pasar, lloraba de pena y de vergüenza.

Era una mañana fría y húmeda. La entrada de la cueva olía a sangre y podredumbre. Con bastante separación entre sí, había en el lugar varias vigas de hierro de dos palmos con un agujero cada una para pasar la cadena de los condenados. Los soldados que debían encadenarlos se dieron mucha prisa en hacerlo. Las cadenas eran largas como dos hombres y su peso se padecía en el tobillo al que estaban fijadas por un grillete oxidado. Cuando dejó de oírse el paso apresurado de los soldados marchándose, quedó todo en silencio. Julia abrazaba a Jorge sin mirar a la cueva, mientras él y los demás estaban atentos a que apareciera el monstruo.

—Julia, te suplico que te alejes de aquí. Vive tú que puedes.

—¡No puedo vivir sin ti!—Lo abrazó con fuerza—¡No quiero vivir en un mundo así!

—Hay gente buena. Yo lo he visto. Tú lo eres y estos soldados lo son. Ve a buscar a la familia de Lorenzo; serás feliz con ellos—Hincó una rodilla en el suelo y se abrazó a su cintura—.  Te lo imploro.

Por apaciguar a Jorge, le mintió de nuevo y se despidió sin dejar de mirarlo. Se alejó despacio sujetándole la mano hasta que la distancia hizo que se soltara.

El soldado cobarde profirió un grito desgarrado de terror al ver que el dragón asomaba el hocico. Agarró una roca y empezó a golpear su cadena y como vio que no servía de nada, decidió golpearse el pie para aplastárselo y poder quitarse el grillete. El monstruo se acercó a él y se sentó tranquilo observando tan grotesco espectáculo. Parecía que sonreía. El cobarde al verlo se golpeó más fuerte y desesperado. Cuando hubo convertido su pie en un amasijo de carne y sangre, se quitó el grillete entre gritos bajo la atenta mirada del diablo. Se arrastró para alejarse y el dragón le asestó un veloz picotazo entre las costillas que lo dejó ahogándose y sin poder moverse. Fue entonces cuando prestó atención a sus otras presas, mas decidió que prefería una que no estaba encadena. Julia no se había alejado lo suficiente. Miró a Jorge y le dijo:

—Que suerte, podré regalarte dolor en el cuerpo y en el alma.

Y saltó para ir a atraparla, pero Jorge lo atrapó primero a él y lo sujetó con todas sus fuerzas para que Julia pudiera escapar, mas el monstruo continuó corriendo y al llegar la cadena a su fin, le dio un tirón tan fuerte que le dislocó la cadera. Gritó y soltó al dragón en contra de su voluntad porque el dolor le hizo desfallecer. Gritó de rabia en el suelo al ver que la bestia corría a por Julia. Ella, asustada, cerró los ojos para recibir a la muerte con valentía. Cuando estaba a punto de alcanzarla con su única garra, apareció de entre las rocas un hombre montado sobre Vetusto. El dragón se detuvo repentinamente. Aquel hombre invitó a Julia a subir al caballo. Se acercaron al dragón y el dragón reculó para que no se le acercaran. Jorge vio admirado que era el leproso que conoció en la cueva. Portaba algo en un saco. La bestia los seguía, mas no se acercaba a ellos. Cuando llegó al lugar donde estaba Jorge, sacó una vieja espada del saco y se la entregó bajo los insultos y las burlas del demonio, —¡largo de aquí, podredumbre repugnante! ¡Pronto bajarás a los infiernos! — le gritaba. Pero el leproso, que antaño fuera soldado, repartió espadas a los otros y se marchó con Vetusto y Julia que se despidió de Jorge con una sonrisa.

Levantó Jorge la espada apuntando al dragón que se había puesto a andar a su alrededor para encontrar un lugar por donde atacarle.

—Siento como se afila esta espada en mi mano—Dijo Jorge sonriendo desafiante.

—¡Estamos aquí, bestia infecta!—Gritaron los otros soldados blandiendo sus espadas.

—Cuando vean el tormento que te haré sufrir, se humillarán ante mí y sus almas serán mías—le dijo el diablo.

—¿Forma parte del tormento el aburrimiento que me estás causando?

El dragón se abalanzó sobre Jorge con el pico por delante, mas pudo esquivarlo con pericia y fortuna. Tras muchas embestidas pudo contraatacar a la bestia desde abajo. Aún exhausto que estaba, logró asestarle un corte en el estómago que se abrió y dejando caer todos los restos de las personas que había devorado los últimos días. Le turbó tan funesta imagen y con el cansancio que arrastraba y entre embestida y zarpazo, tropezó con la estaca de hierro a la que estaba encadenado. No cayó al suelo, perdió pie y el dragón aprovechó para golpearle la mano y mandarle la espada a más de cien pasos.

Quedaron uno en frente del otro mirándose en silencio. Los otros soldados gritaban a la bestia para que fuera a por ellos y dejara a Jorge, pero los ignoraba como si de moscas se trataran.

Jorge miraba a los ojos de la bestia sin miedo a morir y la bestia lo miraba a él pensando la forma de matarlo.

—¿Todavía portas la cruz?—La agarró con fuerza.— La del nazareno pesaba mucho más. Ahora que eres cristiano, querrás saber lo mucho que pesaba aquella cruz que tus amados humanos le obligaron a subir al Gólgota—. Empezó a tirar de la cruz hacia abajo con gran fuerza, después de darle gran tormento. Tiraba y tiraba fuerte hacia abajo para que Jorge sintiera el peso, mas él se resistía pues se negaba a humillarse ante él. El cordel se rompió. Jorge cayó hacia atrás y al diablo se le fue la mano hacia el suelo con gran impulso. Para fortuna de todos, pisó la estaca de hierro a la que Jorge estaba encadenado y se ensartó de lado a lado la zarpa con la cadena enhebrada y todo. Se vio y dio un aullido que pudo oírse en toda la provincia, pero quedó ahogado al asestarle Jorge un mandoble en el gaznate con la espada que sus compañeros le habían lanzado, mientras el diablo andaba admirándose el miembro empalado. Sacó la espada del cuello de la bestia para seguir asestándole mandobles, hasta que la cabeza del diablo cayó al suelo con la lengua fuera. Jorge rescató la cruz de debajo de la zarpa y se tumbó en el suelo a descansar. Durmió plácido el peregrino de cabello dorado y alta cuna sabiéndose amado por el sol, las estrellas y la bella Julia de ojos verdes.

Fin.

Juanjo Ferrer Arizón.