Algo pasa de la nada a la existencia en un instante. Semejante salto genera una inmensa explosión o, quizás, es la explosión la que genera el paso. Pero ese algo ya ha recorrido miles de kilómetros con el impulso y seguirá haciéndolo durante mucho tiempo.
Es la nada lo único que ve. Se pregunta por qué se mueve en esa dirección, ese sentido y esa velocidad si nada se ve ni nada hay.
Pasan, apenas, unos millones de años y, aunque no tiene sentidos, puede ver una diminuta luz y sentir un agradable calor. —Lo primero que veo desde que existo— piensa.
Solo tarda unos miles de años en pasar cerca de aquello tan cálido y brillante. —¿brillaré así alguna vez?—. Sabe que en muchos millones de años alguien llamará estrella a aquello, pero eso no importa aún. Ahora solo importa que aquella estrella ha desviado su trayectoria. Parece que encontrará más durante su largo viaje, millones de estrellas cambiarán su trayectoria millones de veces. —¿A dónde voy?— Se pregunta. Mil años después de hacerse la pregunta, lo que para él era solo un instante, aparece una extraña molécula en otra parte del universo aunque no existe nadie que pueda llamar molécula o universo a nada.
Aunque desconoce el significado de magnífico, sabe que está contemplando un espectáculo magnífico. Millones de estrellas bailan en millones de grupos de estrellas y en millones de grupos de grupos de estrellas. —¿Estará allí mi destino?— y en los miles de años que tarda en formular la pregunta, en otro lugar del universo, una célula se divide. Aunque no existe nadie, aún, que la llame célula.
Pasan millones de años y ve algo que no puede ser escrito pues jamás existirá nadie que lo entienda y pasan millones de años y ve algo que nunca será contado porque nadie más lo verá jamás y se siente afortunado y triste.
En un lugar del universo, que empieza a ser azul, dos células combinan su material genético. Algo empieza.
Ve, a lo lejos, algo que se acerca a él y que se cruzará en su trayectoria en unos pocos miles de años. —¡Son muchos como yo!— Se alegra. Mientras, en milésimas de segundo se cruza con ellos. —¿Qué somos?— les pregunta —¡Rocas!— Responden, —Aunque nadie nos llama roca, aún— y se alejan, mientras, en un planeta de color azul, un ser vivo sale del agua.
No sabe el significado de pensar pero piensa, y lo lleva haciendo desde que empezó a existir, y ha tenido tiempo para entender su destino. —Tengo que llegar a tiempo—
Sigue surcando el universo varios millones de años más y siente miedo por primera vez. Percibe algo que está pero no se ve. Algo que atrae todo lo que le rodea, algo de lo que desea alejarse con todas sus fuerzas. Pero su destino es claro y sabe que nada podrá retenerlo. En poco tiempo, apenas unos millones de años, alguien lo llamará Agujero negro, y lo temerán sin haberlo visto jamás, pues no puede verse.
En el planeta azul eclosiona un huevo de un animal monstruoso. Un día, alguien encontrará sus huesos y lo llamará dinosaurio. —¡Que maravilloso será cuando aparezcan aquellos que dan nombre a las cosas!— Así que aquella roca decide poner nombre a todo lo que ve. Y durante millones de años bautiza todo lo que ve y siente. Da un nombre a cada roca, a cada mota de polvo y cada estrella. Da nombre a las galaxias, a los planetas, a los agujeros negros a las nebulosas y a las tormentas. Da nombre a la luz y desea ser luz. Y solo él sabe el nombre que da a las cosas pues es imposible escribirlo. Mientras, en apenas un suspiro, un animal nace del vientre de su madre y se alimenta de la leche de su pecho. No tarda en surgir el amor en ese planeta azul, y él lo siente a miles de años luz y decide que no le va a poner nombre pues sabe que ya le habrán puesto nombre desde el primer momento en el que alguien lo haya sentido.
Ve nacer una estrella y el resplandor no le ciega por no tener ojos, y siente lástima de ella por no nacer de madre. Mientras, en aquel extraño planeta, un grupo de hombres descansa alrededor de un fuego. Y cuentan historias del cielo y de la tierra, pero no saben cómo es el cielo ni conocen más tierra que la que pisan. Son valientes y solo temen al cielo, al lobo y a la tos. Sus poblados se convierten en pueblos, y los pueblos en ciudades, y nacen imperios y provincias.
Alcanza a ver un minúsculo punto. —Esa es la galaxia a la que voy— Se alegra —Vaya, alguien le ha puesto nombre, ya— Y mientras se acerca a tan peculiar galaxia, el hombre cubre la tierra con su presencia, que no el mar. Y el hombre conoce el odio y no teme a nada, solo a la enfermedad. Y el hombre cultiva el odio pero sigue naciendo de madre y el amor se resiste y lucha. Por un instante el mundo y el universo se paralizan. Todo queda en silencio y las galaxias no bailan. Un corazón se detiene y todo vuelve a ser igual pero diferente.
Ya casi puede tocar una diminuta estrella a la que llaman Sol. —Miden su tiempo por las veces que giran alrededor del Sol. —En apenas dos mil vueltas habré llegado—
Y, aunque ya les han puesto nombre, decide poner nombre a los planetas que ve, pues él los ha visto de cerca, pero debe darse prisa porque está llegando a su destino y decide no entretenerse contemplando los anillos de Saturno, aunque a él no le gusta llamarle Saturno.
En un parpadeo (si tuviera párpados), el hombre domina el átomo, el transporte y la comunicación pero sigue temiendo a la enfermedad. Y él ya casi toca la tierra, y le gustaría tener manos para dejar pasar el aire de la tierra por sus dedos. Y allí abajo, un hombre que teme la enfermedad se pregunta si su madre se curará mientras la roca toca la atmósfera y la surca a grandísima velocidad. Y ya no atraviesa el vacío sino el aire que respiran los hombres y su piel se ilumina —¡Sabía que podía brillar como las estrellas— y aquel hombre que se pregunta por la salud de su madre, alza la vista en la noche y recibe respuesta —Una estrella fugaz— se sorprende —Todo saldrá bien, mamá—
Y la roca siente que ha cumplido con su misión y pasa a formar parte de la tierra habitada por seres que dan nombre a las cosas, que temen a la enfermedad y que nacen de madre.