Podríamos decir de Ananda que es una mujer sin edad. Una de esas mujeres atemporales, de piel curtida y muchas arrugas a la espalda causadas por los duros años de trabajo que lleva a cuestas. Su piel es morena, de un color café con leche que enamora en cuanto los rayos de sol inciden sobre ella. De joven habría sido una gran belleza si no fuese por las circunstancias que la habían llevado a buscarse la vida por su familia sin ni siquiera haber pasado por la escuela.

En estos momentos resultaría difícil precisar si Ananda tiene cuarenta años o sesenta. Aun así se ve preciosa. Sus sencillas ropas, vestidos de lino en su mayoría para soportar las altas temperaturas durante las largas jornadas de trabajo, la hacen más bella si cabe. Sus delgados brazos están vestidos por decenas de cimbreantes pulseras que avisan de su llegada allí por donde pisa. Su pelo negro siempre está recogido, cubierto por un inmenso pañuelo de alegres colores. Dorados aretes adornan sus orejas, asomando con timidez por debajo del pañuelo. Y en la frente, un bindi de color rojo luce brillante, como expresión de su sabiduría interior de mujer casada.

Allá por donde va, Ananda atrae las miradas de todos aquellos que se encuentran a su paso. Tanto hombres como mujeres quedan hechizados por el magnetismo interior que desprende mientras carga sobre su cabeza las pesadas rocas que debe cargar a diario para garantizar el sustento de su familia. Un trabajo duro y pesado que Ananda realiza como si fuera el menor de los esfuerzos que hubiese tenido que soportar en su vida.

Yo la veo, desde mis ojos de europeo acomodado, un turista más de los millones que visitan cada año su país, y también quedo prendado bajo el influjo que destila. Llevo horas observándola trabajar, sentado sobre una roca bajo el caluroso sol. Mi grupo hace tiempo que se marchó de la zona, pero no me importa. Me acerco con timidez a ella, como si estuviese a punto de profanar el templo más sagrado, y le ruego mediante gestos que me permita tomarle una fotografía.

Y Ananda posa para mí, con su pesada carga sobre la cabeza y su influjo natural brillando con luz propia, luciendo una preciosa y elegante sonrisa, la misma que llevo viendo en su rostro desde hace horas. Porque, a pesar de todo, Ananda sonríe. Sonríe durante todo el día haciendo honor a su nombre: felicidad.