Grandes cúmulos de nubes grises cubrían un cielo que un día fue azul y soleado. El viento agitaba con fuerza las ramas de los árboles que habían quedado desnudos meses atrás. Carolina miraba, a través de los cristales turbios de la ventana del salón, el duro invierno que les había venido encima, envuelta en gruesas capas de jerséis que su propia madre le había tejido con lana de mil colores. Sintió frío y se abrazó a sí misma, a la par que dejaba para más tarde el juego de dibujar figuras en su propio vaho, que empañaba los cristales.
Hacía tiempo que no iba a la escuela y la echaba de menos. Añoraba los días de juegos con sus amigos en el patio y las cariñosas explicaciones de su maestra, Candela. No lograba entender por qué tenía que quedarse en casa, por qué su mamá no era capaz de levantarse de la cama durante la mayor parte del día, por qué no podía ir ella sola.
Lo único que sabía era que todo empezó cuando papá se marchó. No era que las hubiese abandonado, como el papá de su amigo Juan, que se fue un día a trabajar y jamás le volvieron a ver. Tampoco era que sus papás se hubiesen separado, como habían hecho los papás de su amiga Lucía, que, aunque al principio lo pasó un poco mal, ahora vivía feliz porque tenía dos papás y dos mamás. No. Su situación era bien diferente a la de sus amigos. Papá se había marchado al cielo un caluroso día de verano en que, en un maldito traspiés, cayó desde lo alto del andamio en el que estaba trabajando sin red de seguridad.
Al principio, mamá había luchado mucho por ellas, forzaba su sonrisa para que ella estuviese feliz. Aunque echaba mucho de menos a papá y sabía que nunca más le iba a poder dar un abrazo, lograba vencer la añoranza con la sonrisa y los juegos de mamá. Regresó a la escuela tras aquel horrible verano y su mamá se reincorporó al trabajo. Ahora debía esforzarse más para sustentar la casa y no iba a ser tarea fácil.
Los dos primeros meses fueron muy duros, pero juntas consiguieron salir adelante. Fue cuando entró el otoño, a partir del día en que papá cumpliría los treinta y dos años, cuando mamá se vino abajo. Se dejó vencer por la derrota. Aquel día, simplemente, mamá no se levantó. Ni ella fue a trabajar ni Carolina a la escuela. Fue la primera vez que tuvo que prepararse su propio desayuno. A partir de ahí, las cosas solo fueron de mal en peor. A mamá la despidieron del trabajo porque no asistía y Carolina se quedó con ella en casa, atendiendo a sus necesidades cuando se lo pedía desde la cama.
Pronto comenzó a escasear la comida porque nadie iba a hacer la compra, les cortaron la luz y el gas por falta de pago y el teléfono no volvió a sonar en aquella casa. No hubo Navidad, ni mucho menos Reyes Magos, y Carolina tuvo que salir a pedir ayuda a las vecinas. Con mucha amabilidad, comenzaron a turnarse para ofrecerlas un plato caliente cada día, que la pequeña devoraba y su mamá ni siquiera tocaba, por lo que ella podía disfrutar también de una cena.
A Carolina le preocupa mucho su mamá, ha perdido demasiado peso y no quiere salir de la cama. Entre susurros, ha oído hablar de ella a las vecinas, cuando creían que no podría escucharlas. Hablan de algo llamado depresión, que ella no sabe qué es. Le ha dicho su vecina Carmen que hoy va a venir a verla una señora muy simpática de los servicios sociales. No sabe por qué, pero le da mala espina. No piensa abrir la puerta.
Solo espera que mamá vuelva a ser la de siempre, no le gusta la nueva vida que tiene, sin papá y sin mamá. Vuelve a asomarse por la ventana y ve bajar de un taxi a una mujer mayor con cara de pocos amigos, demasiado arreglada. Parece que va siendo hora de esconderse.