Veo el fuego crepitar dentro de la chimenea de piedra. Me reconforto con el calor que emana de él, que inunda toda la habitación a la par que comienza a integrarse con cada rincón de mi cuerpo. El calor se funde conmigo creando una extraña aleación de fuego y carne, de fuego y deseo.
Me muevo con soltura por esta casa que ya reconozco como mía aunque no lo sea, que visito cada viernes y preparo para tu llegada. Ansío tu llegada desde el momento en que monto en mi coche para dirigirme a nuestro refugio.
Me gusta llegar temprano, caldear el ambiente con un buen fuego en la chimenea frente a la que terminaremos abrazados, recluidos del mundo exterior en una clausura voluntaria y necesitada, aunque sea de tan solo unas horas. Me despojo de ropajes que oculten mi naturalidad y te espero, con una copa de vino en la mano mientras me muevo por las estancias de la casa como queriendo encontrarte en cada uno de los rincones. Repaso con suavidad con mis manos los bordes de cada cuadro, de cada cama, de cada objeto que encuentro en mi camino, buscando en ellos tu huella, tu recuerdo, tu aroma. Esta espera, por mucho que intente deleitarme en ella, me resulta insidiosa. Pero no puedo evitar llegar más temprano cada día, en una más que evidente necesidad de compartir contigo algo más que no sean un par de palabras cruzadas por teléfono durante la semana. Este espacio compartido, que ya hemos hecho nuestro, es el único refugio donde en verdad puedo liberarme de prejuicios y ataduras y, simplemente, ser yo.
Termino mi espera siempre junto al fuego, sobre la gran alfombra, apurando mi copa de vino mientras dejo que los efectos del calor y del alcohol me preparen para tu llegada. Hierve en mi interior la sangre caliente que cumple su misión de manera perfecta en determinadas partes insondables de mi cuerpo, hasta que llegues tú. Siento como burbujea dentro de mis venas cuando escucho el inconfundible sonido de la cerradura al otro lado de la habitación.
Aun así, no me levanto de mi posición. Quiero que seas tú el que llegue hasta mí, tendida en quieta espera, cual Venus Afrodita postrada en sagrada ofrenda. Adoro el momento en que llegas y, sin mediar palabra, te desnudas ante mí mostrándome esa privilegiada visión de tu torso esculpido y tu virilidad siempre dispuesta. Es en ese momento en el que me siento licuar, me vuelvo cáliz de vino para que bebas de mí, para que disfrutes de tu ofrenda.
Y tú lo haces, siempre lo haces. Bebes de mi copa para después acoplarte en armoniosa comunión con mi cuerpo y hacer que mi mente vuele hasta otra galaxia lejana que está aún por descubrir para el resto de mortales. Juntos iniciamos nuestro viaje cósmico, unidos en un acople perfecto que impide que nos separemos durante el tiempo que dura el trayecto.
Cae la noche y se nos caen los “te quieros” a raudales, vuelve la lluvia a ocupar el lugar que le corresponde en nuestros ojos antes plagados de estrellas y comenzamos a notar cómo los efluvios de nuestro amor se disipan lentamente ante la inminente despedida. Solo unas horas en la clandestinidad querida y buscada, añorada en otros días, han de bastarnos para soportar el paso por la vida con una ilusión que ocupe nuestras mentes en lugar de la rutina.
Y tú recoges tu ropa y te la pones lentamente, culpable a todas luces de que mi cuerpo desnudo quede con ganas de más, de más viajes interestelares por nuestra galaxia prohibida. Y yo quedo tendida en nuestro particular lecho hasta que solo quedan ascuas del momento vivido, para retomar también mi viaje de retorno hacia la legitimidad.
Ambos somos culpables, sí. Culpables de nuestros encuentros clandestinos a deshoras, culpables de gozar de sentimientos que no se suponen destinados a nosotros, culpables de compartir la culpa, la añoranza, la desesperación que nos sacude como una bofetada cada vez que nos despedimos. Y culpables, en fin, de ansiar con deseo que llegue el próximo viernes para internarnos en nuestro particular mundo, en nuestra galaxia desconocida, en la que solo existimos nosotros dos.