Yo solo he sabido una manera de moverme, de frente, siempre hacia delante y con cautela, con mucho cuidado, mostrando una sublime empatía con los demás, intentando hacer el menor daño posible. Nunca he tenido grandes aspiraciones, mis padres me educaron dando un gran valor a la humildad y siempre he desempeñado mi labor de esa manera, humildemente y con esfuerzo.
Llevaba una vida tranquila, sin muchas amistades, pero las que tenía eran grandes, de las verdaderas. Confiaba en los demás por naturaleza, creyendo que la ausencia de maldad en mis actos era un signo inequívoco de la reciprocidad que llegaría hacia mí. Era, por decirlo de alguna manera, inocente. Está claro que también tenía mi carácter, como todo el mundo, pero por lo general los enfados no solían durarme más de unos minutos.
Hasta que llegó un día en que te conocí, mi reina. Quedé eclipsado al instante por esa majestuosidad que derrochabas, por tu brillo nacarado que en mi mirada deslumbraba más que el sol. Y, sorprendentemente, te fijaste en mí. Llegué a tu vida con un torrente de alegría y vitalidad. Pero, sobre todo, de frente, como siempre he hecho.
Tú llegaste a la mía como un torbellino que asoló todo a su paso, dejándome tirado y desplazado para siempre. Tú ibas de frente, sí, cuando querías, pero en la mayoría de las ocasiones te movías con furia hacia los lados, alejándote de mí para luego volver a aproximarte y colmarme de ilusiones. Retrocedías, avanzabas, te desplazabas a tu antojo por mi vida, tu comportamiento era diagonal en ocasiones, y yo me quedaba perdido y sin saber bien qué hacer.
Hasta que un día decidí poner distancia entre tú y yo. No quería seguir confundido, no quería seguir sufriendo. Pensé que lo entenderías, pero qué equivocado estaba. Viniste de frente a por mí, sin dar ningún rodeo ni ningún paso hacia atrás. Y me mataste en vida. Ya no quiero continuar la partida. Aquí queda, tirado y aislado, este triste y humilde peón.