La esperó delante de la puerta durante más de una hora. El frío de la noche estaba comenzando a hacer mella en él y, para colmo, su último cigarrillo se había terminado hacía más de dos horas. La tentación por regresar al interior del local había sido demasiado fuerte en varias ocasiones, pero los vapores del alcohol que, a aquellas horas tan avanzadas de la noche, ya habían comenzado a desaparecer, le aclararon la mente lo suficiente para saber lo que tenía que hacer. A la par que exhalaba un inmenso suspiro, guardó las manos en el interior de los bolsillos de su chaqueta vaquera y comenzó a caminar por la calle medio desierta. En tan solo un par de minutos su silueta ya se había fundido con la oscuridad de la noche.

La tarde había comenzado de una manera excelente. Al fin habían conseguido que toda la pandilla de sus tiempos de juventud se reuniese al completo, algo que les había llevado meses organizar. Al principio se sintió extraño. Todos aquellos muchachos y chicas jóvenes que fueron en un día inseparables, los que él guardaba en su memoria de una manera tan fiel, se habían convertido en un grupo de treintañeros de lo más diverso. Ante él se hallaba un grupo de maduritos casi sin pelo, mamás que solo hablaban de las maravillas de sus hijos, casi todos con algún quilo de más. En su fuero interno, sintió que él era el único que aún conservaba la frescura y lozanía de tiempos atrás y, en cierto sentido, se sintió reconfortado. Sin embargo, a medida que avanzaba la tarde, también iba modificándose su mirada hacia ellos, ya no le parecían tan mayores, ya no los sentía tan deteriorados y, en última instancia, tuvo que asumir que su propio aspecto sería similar al de aquel grupo de viejas amistades nacidas todas en el mismo año. Lo único que le diferenciaba de ellos era que él aún conservaba la libertad que le confería su soltería.

Unas cañas y un buen picoteo fueron todo lo que hizo falta para que volviésemos a ser los de siempre. Los años no habían pasado, todos volvimos a tener catorce, quince, dieciséis años… Y de esa manera nos comportábamos mientras caminábamos por las calles de un garito a otro, mezclados con una juventud ansiosa por liberar el cuerpo de los estudios de la semana y una madurez que pretendía escapar por cualquier resquicio, resistiéndose a abandonar de una vez por todas la tan apreciada edad de cometer todo tipo de locuras sin temor a remordimientos.

En el último local al que entraron, de algún modo, se comenzó a encontrar fuera de lugar. Un after con música estridente, estrambótica, donde la juventud bailaba con un frenesí fuera de lo normal, enajenada como si se tratase de una gran horda de zombies de ojos vacíos que se movían entre espasmos y litros de sudor. El vaso de ginebra que llegó a sus manos destilaba un sospechoso olor que le hizo dudar, incluso a distancia, de la calidad de aquella bebida. Quedó abandonado en una de las repisas que estaban repartidas aquí y allá.

Se fijó en Lucía, su gran asignatura pendiente de los tiempos del instituto. Tenía que reconocer que el paso de los años había efectuado un gran poder sobre ella, volviéndola incluso más atractiva aún si cabe. La mirada de ella se clavó en la suya con gesto travieso. Se acercó a ella y, rodeándola con su brazo por la cintura, no hizo falta palabra alguna para que, juntos, abandonasen el lugar. Acababan de traspasar la puerta, asomados al frío de la noche, cuando ella le pidió que la esperase un momento, tenía que pasar por el cuarto de baño. Un apasionado beso antes de girarse y él se quedó con mirada de bobo ilusionado, mientras la contemplaba desaparecer engullida de nuevo por la marabunta de zombies epilépticos.

Echó en falta un cigarrillo en aquellos momentos, pero se obligó a esperar a aquella musa de su juventud que prometía una noche espectacular, con el morbo añadido que proporcionaba el hecho de que fuera una mujer ya casada. Esperó durante los diez primeros minutos, emocionado, jugueteando con los pies para calmar el frío de la noche. Para cuando había pasado media hora, comenzó a sentir el deseo de ir a buscarla, pero se contuvo. Ella le había dicho que la esperase y confiaba en ella. Después de una hora en pie, objeto de todas las miradas de los jóvenes que entraban y salían sin cesar, fue cuando decidió que, estaba claro, aquella mujer se la había jugado. Pensó durante unos segundos en si habría perdido parte de su capacidad natural para interpretar el lenguaje corporal y, sin dar tiempo a pensar más, se alejó en la oscuridad de la calle.

En el baño de aquel antro ruidoso, rodeada de niñas con sobredosis de hormonas y jadeos sin disimulo provenientes de detrás de varias de las puertas del aseo, Lucía perdía la noción del tiempo delante de un espejo que a sus ojos solo mostraba el paso de unos años que no habían tenido tregua con ella y de una rutina que la había devorado por completo. Con gran nerviosismo, se esforzaba por componer y recomponer aquel rostro surcado de incipientes arrugas y mostrarse ante aquel chico que tantas veces había recordado desde que terminaron el instituto con la verdadera cara que debía reflejar su edad interior. Desparramados sobre una encimera encharcada, sus cosméticos rodaban, eran elegidos para luego ser sustituidos por otros, se borraban, se volvían a utilizar.

Para el momento en que dio por satisfecho su trabajo, salió al exterior con su mejor sonrisa y una disposición más que apropiada para el objetivo de aquella noche. Solo el frío viento de la calle le dio la bienvenida. Ni rastro de aquel muchacho que había esperado durante tantos años. No llegó a ver su silueta perderse en la oscuridad de uno de los extremos de la calle, con porte taciturno y las manos guarecidas en los bolsillos.

Suspiró al frío aire de la noche y puso rumbo a su casa en la dirección contraria a la que él había tomado.