Iba tejiendo su vida con esmero, mientras se mecía a merced del viento, al compás del ritmo que marcaban las agujas en el baile de sus manos. Con calma, de manera sigilosa, iba tirando del ovillo de la lana de la vida, deshaciendo con cariño cada nudo que iba encontrando en las vueltas del tejido de los sueños. Uno a uno, iba uniendo los pedazos de colores, de diferentes texturas, sin sobresaltos, apreciando en cada uno de ellos la aspereza o suavidad de lo vivido. Jamás se detenía a juzgar si el tejido era perfecto, si casaban los colores o si combinaban con el halo de tranquilidad que pretendía dejar a su paso por la alfombra de la existencia.

Con el hilo rojo que une los destinos elegidos para unirse en algún lugar, iba zurciendo las porciones de vida ya tejidas, como una costurera que ya no precisa de aguja ni de dedal. Así lo hacía para no dejar perdida ninguna en el viejo desván del olvido, ese al que se llega sin tropiezos cuando subes sin calzado por las escaleras de atrás. Elaboraba con ellas una manta con la que cubrirse en las frías y solitarias noches de su otoño, mientras tejía el siguiente fragmento de la vida que aún tenía por delante.

La manta era una alegoría a la belleza, resultado del cariño melancólico con el que estaba tejida. Muchas noches echaba un vistazo a la recámara de la memoria y contemplaba con satisfacción su obra. Repasaba primero los pedazos de colores más vivos, aquellos que traían los recuerdos de alborozo, de ilusión, de magia, de pasión. Paseaba más tarde por los de colores fríos y oscuros, los que le dejaban el alma desnuda y tiritando de pura melancolía. Siempre se guardaba para el final las dos partes mejor tejidas, las de colores más alegres, aquellas que suavizasen el regusto amargo que le habían dejado las nostálgicas, como si fuesen un pedacito de chocolate que envolviese con su dulzura la acritud de un café.

Por mucho que sus puntadas pretendiesen mantener unidos los pedazos, la cobija nunca alcanzaba para guarecer a la gélida alma que aún habitaba en los confines solitarios de aquel corazón malherido. Se soltaban, rebeldes. Algunos incluso se perdieron en algún recodo del camino de aquella crónica de remembranzas tejidas al calor de un hogar que nunca conservó la calidez. Poco a poco, entre sus fatigadas manos fueron quedando las porciones más ásperas, las más crudas, las que lograron convertir su aura en un erial plomizo de aspecto apagado.

Fue consciente entonces de que, de tanto tratar de tejer con celo su camino, había dejado a la costurera de su sino tan exhausta que solo había llegado a hilvanar con fatiga las veredas de su realidad. Todo lo demás quedó dormido en un sueño sin sentido.