El pequeño Alberto se queda mirando fijamente al techo de la cocina durante largos instantes. No sabe cómo ha podido ocurrir, pero allí está, y le parece preciosa.
Su pequeña mente infantil elucubra con rapidez un plan para hacerse con ella. Esa pequeña lagartija marrón, veteada con alegres rayas de un amarillo brillante en la zona de la cola, lleva parada en la misma situación desde que él notó su presencia. Permanece inmóvil sobre el techo encalado de la cocina de la casa que su abuela Uge tiene en el pueblo. Durante un breve instante, Alberto duda sobre si estará viva o si, por el contrario, pertenecerá ya al fructuoso cementerio de reptiles que aumenta, día sí, día también, sus ya de por sí abundantes filas.
Necesita cogerla. Es una necesidad superior a cualquier otra cosa. Ya no le importa no poder salir con sus amigos, que pasaron a llamarle hacía ya un buen rato. Su única misión en esa tarde de verano es conseguir recoger al pequeño reptil. Es una cría y en su colección no tiene ninguna. Pero está demasiado alta. Los techos de la antigua casa de la abuela son mucho más altos que los de su casa, en la ciudad.
De repente, una idea se ilumina dentro de su cabecita infantil. Sube corriendo de dos en dos las escaleras hasta llegar a su habitación. Rebusca entre los cajones de su cómoda, la que perteneció a su tío cuando era joven y que ya tiene los cajones desvencijados, hasta que logra encontrar el tan anhelado objeto. Su abuela le ve pasar como si fuera una estrella fugaz en el firmamento del atardecer estival.
El pequeño vuelve a bajar las escaleras con la fuerza de un tifón que asolase todo a su paso. El abuelo, que subía en ese momento, estuvo a un palmo de sufrir las consecuencias del tornado en que se había convertido su nieto. Le pica la curiosidad y le sigue, en un recorrido veloz que termina en la cocina.
Alberto sonríe cuando ve que su tan ansiado tesoro continúa allí, inmóvil, en la misma posición exacta en que lo dejó. Su abuelo aún no ha logrado comprender lo que está ocurriendo, hasta que su nieto abre la mano, dejando al descubierto el arma tan codiciada. Un profesional tirachinas ejerce su función a la perfección, haciendo que la pequeña salamandra saliera de su ensimismamiento y se lanzara en una desesperada carrera en busca del escondrijo perfecto. Alberto prepara de nuevo su arma, pero el escurridizo reptil ya ha conseguido esconderse por el hueco que hay entre los altos armarios de la cocina y el techo. Al niño le parece que, en el último momento, se vuelve a mirarle y le lanza un guiño burlón.
La cara de decepción se muestra con nitidez en el rostro del pequeño, pero el abuelo interviene con rapidez, llevando a Alberto a ver por enésima vez su colección de reptiles disecados, que él mismo le había enseñado a preparar.
No en vano, veinte años después Alberto es el mejor taxidermista del país y su colección de reptiles disecados es visitada a diario por cientos de curiosos que llegan de todos los lugares imaginables.