En ese preciso instante en que el ocaso se abre paso a través de la luz del día que ya fallece, cuando el horizonte se tiñe de bellos tonos anaranjados en los que recrear la vista, las montañas se recortan a contra luz, convirtiendo en magia pura todo cuanto a su alrededor acontece. Tímidas nubes tornasoladas asoman de su escondite, pequeñas, aisladas, soñadoras. Buscan en el rayar del cielo con la montaña un pedacito de luna, que aún anda adormecida sin mostrarse, muy coqueta, tímida como siempre ha sido, que no se deja ver en el cielo hasta que la oscuridad sea completa.

Y es justo en ese momento, en que el lago se tiñe de naranja, reflejando en sus calmadas aguas el mágico espectáculo que a su alrededor se recrea, cuando salimos los espíritus de la noche a danzar sin ser vistos, a volar entre la magia, a soñar con madre tierra.

Llueven desde el ocaso cientos o miles de estrellas, que se deslizan por cintas de raso como un tobogán hasta nuestros pies. Enredamos nuestras manos con ellas, con las estrellas, mantenemos equilibrios imposibles, volamos por cientos de ellas, nos llenamos con su luz y volvemos a la tierra. Jugamos una vez y otra con ellas, como si fueran nuestras, bailamos en danza fluida, equilibrada y serena, meditamos bajo la luz que recorre nuestras venas.

Hasta que ya el horizonte resplandece como el fuego, en un rojo tan intenso que parece que las fuertes montañas vayan a salir ardiendo. Llega la oscuridad plena, se muestra alegre la luna, volvió a ganar la partida dejando al sol que se duerma. Las cintas de raso huyen, se recogen en tropel, los espíritus nocturnos nos quedamos con las ganas de jugar con ellas otra vez. La luna nos ilumina, nos protege con su luz para que el próximo día salgamos de nuevo al mundo a brillar entre la gente, a guiarles en la senda que es la vida, una y otra, y otra vez.