No pude evitarlo. La ventana abierta ejercía sobre mí una atracción mayor que la que pudiese realizar el imán más grande del mundo. Ofrecía ante mis ojos un paisaje de lo más atractivo, un brillante día de primavera con el cielo de un intenso color azul solo interrumpido por el verdor de las hojas nuevas de los árboles que llegaban hasta la ventana. Estas se mecían por el viento, ajenas a la cháchara que mis oídos estaban siendo obligados a escuchar. La brisa que se adentraba por la ventana llegaba hasta mi rostro, lo que hizo que me entrasen unas terribles ganas de salir de allí.

El chorreo de palabras continuaba llenando la habitación en un murmullo incesante que cada vez elevaba más y más su volumen, pero ya no alcanzaba a llegar hasta mis oídos. Solo podía escuchar el sonido de las hojas balanceadas por el viento y el suave batir de alas de las aves en vuelo. Mi mirada se perdió también en la inmensidad azulada que se extendía ante mí, de modo que hacía muchos minutos que yo ya no estaba presente en aquella habitación. Mi cuerpo, mi mente, mi corazón o quienquiera que hubiese sido, había tomado ya una decisión por mí.

No vi su cara cuando, sin decir ni una sola palabra, me levanté de la silla, pero me hubiese gustado. Asomé el rostro, sentí el frescor despejándome y, sin pensarlo más, solo salté. Fue así, no lo pude evitar. La bajada fue demasiado rápida como para poder disfrutar de ella, tan solo unos segundos de inmensa sensación de libertad. En cambio, la subida fue placentera y sosegada. Poco a poco fui subiendo, con el cuerpo ligero como si fuese un globo de helio que flota mientras se eleva hacia el cielo, dejándose llevar por las corrientes de aire.

No sé cómo seguirán las cosas allí abajo, pero qué a gusto se está y qué bien se ve todo desde aquí arriba. Ya solo tengo que preocuparme por disfrutar de una eterna primavera.