Colgó su vieja cámara en uno de los ganchos de la pared de su dormitorio: quería tenerla cerca de él. Había vivido tantos momentos con aquella cámara entre las manos, que le costaba mucho desprenderse de ella. Era hora de rendirse a lo que hacía demasiados años ya que era evidente. La evolución le había superado ahora que ya peinaba las pocas canas que quedaban sobre su cabeza, siempre cubierta por una bohemia gorra de cuadros escoceses. Al menos nadie le podría separar de su gorra, de la que no se desprendía ni siquiera en los días más calurosos del verano.

Era el último fotógrafo, que él supiese, que se había incorporado a la era digital de la fotografía. Hasta ahora, había tratado de mantener a flote su negocio aferrándose a aquellos clientes que, como él, tenían ya cierta edad para realizar el cambio, y ofreciendo a los demás una alternativa tradicional y bonita a los inexpresivos cedés en los que se presentaban ahora las fotografías. Pero ya casi nadie quería que le entregasen un grueso volumen de fotografías en papel, por muy cuidada que fuese su presentación, y el negocio hacía tiempo que ya no le proporcionaba ni el sustento diario.

Bajó al sótano de su vivienda, donde tenía su estudio, y repasó con la mirada las hermosas fotografías que adornaban las paredes. En su recorrido, se topó con el nuevo ordenador que ocupaba ahora un espacio considerable de su mesa. A su lado, como si estuviera tratando de desafiarle en el silencio de la noche, la cámara de fotografía digital le lanzaba miradas de soslayo, o al menos eso le parecía a él. Pasó de largo, dispuesto a no avivar aún más la melancolía que le había azotado con fuerza aquella noche de domingo, y se adentró en el cuarto de revelado.

La oscuridad del cuarto lo abrazó como de costumbre. En su interior había pasado los mejores momentos de su vida. Allí, junto con todos los materiales que hacían de su trabajo algo vital para él, siempre se sentía seguro. Había sido su refugio desde su juventud, cuando aún conservaba sus rebeldes rizos rojizos y no precisaba de gorras que le cubrieran la cabeza. Vacías, las cubetas de los líquidos parecían morir en lenta agonía. Las últimas fotos en revelarse, tomadas junto con su familia aquel mismo fin de semana, aún colgaban prendidas con pinzas sobre su cabeza. En ellas veía sonrisas, cervezas compartidas, flores que se abren a un mundo nuevo, la felicidad en la cara sonriente de sus nietos.

En grandes archivadores, miles de negativos permanecían almacenados, así se aseguraba de que no se perdiese ninguno. Extrajo una bolsita al azar. El rostro feliz de unos novios le sonrió desde más de treinta años atrás y no pudo evitar soltar una lágrima. No se resignaba al hecho de tener que almacenar las fotografías, sus queridas imágenes de la vida, en un disco duro o en una diminuta tarjeta de memoria que seguro perdería en algún bolsillo de sus pantalones. Pero, sobre todo, no se abandonaba a la idea de dejar de utilizar aquel pequeño cuarto que siempre había sido para él su válvula de escape, la parte más bonita de su trabajo, de su vida.

A partir del día siguiente, se tendría que conformar con pulsar el botón de imprimir para que las fotografías quedasen plasmadas en un papel que nada tenía que ver con aquellos que él utilizaba. Movió la cabeza con gesto triste de un lado a otro y salió del cuarto de revelado. Pensó que nadie le podría quitar el placer de revelar sus fotografías personales, que todavía le quedaban muchos años de utilizar ese cuarto, que esas cubetas se volverían a llenar en el momento en que él lo desease, y que la oscuridad volvería a ser su reino particular.

En el estudio todo estaba preparado para la re inauguración del siguiente día. Se fue a la cama con una sonrisa. Tenía que descansar. Al fin y al cabo, el día de mañana sería un día importante.