El escritor miraba con desesperación la hoja en blanco que desde hacía semanas se mostraba ante sus ojos, medio parpadeante, en el procesador de textos. No era la primera vez que aquello le ocurría, el hecho de enfrentarse a una nueva historia que no le brotaba de su cansada mente, pero jamás durante tanto tiempo como en esta ocasión. Al principio, lo tomó como uno más de los tantos bloqueos creativos por los que había tenido la suerte, o desgracia, de pasar durante su larga carrera. Una suerte si tenemos en cuenta que después de aquellos bloqueos siempre había nacido una historia que había embelesado a lectores y críticos.

Pero en esta ocasión ya era demasiado tiempo. Había probado de todo, desde dejar pasar unos días en reposo, aislado en una cabaña en la montaña, hasta tomar entre sus manos su vieja pluma y esperar que la inspiración regresase a su lugar a través de la escritura a mano, pasando incluso, en los momentos de mayor desesperación, por el consumo de ciertas sustancias psicotrópicas que le proporcionaban relax y en las que esperaba encontrar la creatividad, aunque fuese de una manera alucinógena. Nada de ello había dado los frutos esperados.

Su editor le presionaba cada vez más. Tenía un público al que atender, una enorme cantidad de lectores que esperaban con emoción su próxima publicación. Y, entre su propia desesperación y la presión recibida, parecía que su bloqueo mental iba en aumento cada día que pasaba. Llegó a un punto de no retorno, uno en el cual llegó a pensar que aquello representaba el fin de su carrera, el fin de aquel sueño tan bonito que, durante unos años, había visto cómo poco a poco se iba convirtiendo en realidad.

Día tras día sufría las consecuencias de un insomnio persistente que no le permitía descansar más de una o dos horas, a lo sumo. Demasiada presión, unos niveles de ansiedad cada vez más elevados que a punto estuvieron de desembocar en el inicio de una depresión en aquel preciso instante en que vio, por unos momentos, terminada su incipiente carrera. Sin embargo, desde que aquel pensamiento cruzó por su mente, hubo algo que cambió en su interior, o en el ambiente que le rodeaba, o en las cargas de iones negativos que se extendían por cualquier rincón de su hogar.

Aquella noche, para su consuelo y sorpresa, una pesadez de ojos demasiado intensa como para ser ignorada se comenzó a forjar desde tempranas horas de la noche. Nuestro escritor se fue a la cama temprano, sumido en un agotamiento estremecedor, pero dispuesto a afrontar con estoicismo una noche más de párpados abiertos y ojos enrojecidos por la falta de sueño. A los pocos minutos de haber dejado caer su cuerpo sobre el colchón que en su día le había resultado tan acogedor, sus ojos se cerraron por inercia para dar paso a un profundo sueño que permaneció vivo en su memoria para siempre.

En su sueño, nuestro escritor subía, fatigado, por la ladera de una alta montaña sembrada de una exuberante vegetación, muy diferente a los campos de siembra que estaba acostumbrado a ver cuando salía de su ciudad. Sus pulmones acusaban a cada paso el cambio en la presión que provocaba la subida por un sendero que, siendo cómodo para el tránsito, ascendía a una velocidad vertiginosa. Abrió los ojos angustiado, tumbado sobre su cama, para comprobar que aquella falta de oxígeno no era real, sino solo producto de su onírica imaginación. Cuando quiso cerrarlos se hallaba exactamente en el mismo punto del camino que cuando los abrió. Con resignación, continuó el ascenso.

Varias horas después, no sin grandes dificultades, consiguió alcanzar la cima. A su llegada se sorprendió de contemplar desde aquella altura un precioso amanecer que comenzaba a iluminar con poderosos rayos de sol el lugar, aunque durante el ascenso en ningún momento le había parecido que fuese noche cerrada, como debería haber correspondido. Sin darle mayor importancia al hecho, inhaló con fuerza para llevar el aire puro de aquel lugar a sus exhaustos pulmones.

A unos metros, el nacimiento de un riachuelo emitía un sonido alegre y fresco. El escritor, pies destrozados por las horas de caminata, sediento de aire y agua, se acercó con premura a hundir sus manos en aquellas aguas cristalinas que brotaban de la tierra como si fuera un acontecimiento mágico. Bebió, mojó su rostro con aquel agua fría como un témpano y sintió un instantáneo efecto rejuvenecedor. Vigorizado, levantó su cuerpo de aquel manantial de lozanía y contempló el espectáculo que a su alrededor se estaba desarrollando. Ya convencido de que aquello que estaba viviendo era un sueño, deseó no despertar, quedarse siempre allí como un eremita dichoso a los pies de aquella fuente de juventud que fluía bajo un eterno amanecer.

Se desplazó hacia un lado para estabilizarse mejor, solo unos milímetros, pero lo suficiente para que su tobillo izquierdo rozara con un objeto duro pero dotado de una textura en extremo suave. Una vasija de barro descansaba a los pies de una roca, justo en aquel lugar de donde manaba el agua. La tomó entre sus manos para advertir la suavidad que ya había podido comprobar en su pierna. Debía estar recubierto de alguna especie de musgo transparente porque, a pesar de tener el aspecto limpio y nítido del barro recién torneado, la suavidad al tacto no era la propia de él. Se le ocurrió, casi sin pensar, la idea de llenar aquella ánfora con el agua fresca y clara del manantial.

Una vez que la hubo llenado, pensó en verter de nuevo el agua al riachuelo para quitar las posibles motas de polvo que pudieran haberse depositado en el fondo. Al volcar aquella ánfora sobre el riachuelo, nuestro escritor se quedó anonadado. En lugar del agua cristalina que debía surgir de su interior, letras y más letras de todos los estilos, colores y tamaños cayeron como una cascada de aquel extraño recipiente abandonado en la cima de una montaña desde la que solo se divisaba el amanecer. Caían y caían incesantes, mientras producían una bella melodía que encandiló a nuestro escritor, sumido en una especie de trance hipnótico.
Cuando la última de aquellas letras, que parecían incesables, cayó al río y fue arrastrada por la corriente, la melodía cesó y el escritor se despertó sumido en un estado de inmensa relajación entre las suaves sábanas de franela que lo envolvían en la comodidad de su cama. Se levantó, preparó con calma café y se dirigió tranquilo al ordenador, aquella fuente de conflictos internos de las últimas semanas. La tan temida hoja en blanco del procesador de textos se abrió ante él. El escritor, con una sonrisa, comenzó a deslizar sus dedos con soltura sobre el teclado, mientras aquellas letras que había visto en sueños se iban agrupando en la pantalla para formar la historia más bonita y conmovedora que había salido nunca de sus dedos.

Fue la primera historia a la que el escritor dio vida desde lo más profundo de su corazón.