Entre los escombros de lo que un día fue su escuela, Khaled se sienta en el suelo y juega a amontonar piedrecitas. Las amontona con las manos sucias y, cuando la pila está haciendo equilibrios a punto de derrumbarse, las derriba con un golpe de misil improvisado con el brazo derecho. Hace tiempo que ya no puede ir a la escuela, pero el pequeño sigue acudiendo día tras día, para mantener vivo el recuerdo de lo que una vez fue algo de felicidad.
Queda poca gente en el pueblo, medio derruido y falto de alegría. Muchos murieron, otros muchos huyeron en busca de una nueva vida alejada de la guerra y el desastre. A los que quedaron allí, rara vez se les puede ver esbozar una sonrisa. Khaled juega solo, apilando los escombros de su escuela una y otra vez.
Se escucha un estruendo en la distancia. Khaled, sin alterarse, alza la mirada de su juego para ver la gran nube de polvo levantada por algún misil. El cielo ha vuelto a iluminarse otra vez. Como cada día. Con calma, el pequeño lanza de nuevo su brazo para hacer caer una torre de piedras más.
La tristeza de la guerra en los que más la sufren.