Recuerdo con exactitud el día en que partiste, en que te separaste de mí, para siempre, para no volver. Lo recuerdo con una extraña mezcla de sentimientos que vinieron a sacudir con fuerza mis entrañas, ya de por sí inquietas. Fue como un zarandeo de todo mi cuerpo hasta desencajarse por completo.
Sí, lo recuerdo como una mezcolanza de emociones. Incredulidad, ganas de morir, ira, dolor pero, sobre todo, tristeza, mucha tristeza. Y cada día que pasa vuelvo a recordar aquel día y vuelvo a experimentar todas esas emociones. Viajo en una montaña rusa, sin saber cómo será de cerrada la próxima curva o cuándo vendrá la bajada que me llevará a los infiernos.
La verdad es que es duro vivir así, con la expectativa de cuándo llegará ese momento. Ese caer al vacío, esa sensación de opresión, de no encajar en el mundo, de querer estar junto a ti, de dejarme ir… Porque lo que es seguro es que ese momento llega, ya se ha encargado la vida de explicármelo bien, día tras día, noche tras noche, año tras año.
A pesar de todo, te añoro. Podría decir que ese es el sentimiento que prevalece por encima de todos los demás. Te añoro, sí. El transcurrir de los años no hace más que avivar esa añoranza, volviéndola una carga demasiado pesada para mi maltrecha espalda de luchadora de la vida. Hay tantas cosas que no sabes… Podría contarte tantas historias que mantendríamos una conversación durante toda la eternidad. Estaría bien eso, sentarnos y charlar. Traerte los recuerdos y contarte todo aquello que te has perdido. Vendería mi alma al diablo solo por uno de esos abrazos tuyos, tan cálidos, tan cariñosos, tan reconfortantes. Estaría dispuesta a subir al cielo solo por ver tu sonrisa, aunque bien sé que lo mío será un descenso al infierno, como cada día.
Pero no pretendo que esta sea una confesión triste. Al contrario, puedo asegurar que hace tiempo descubrí un pequeño secreto. Encontré la manera de sentir tu presencia, de poder hablar contigo, de contarte todas esas cosas que moría por contarte. Fue una noche de un verano que ya daba sus últimos coletazos en un intento vano por querer sobrevivir al inminente otoño. La noche era oscura, una de esas noches de luna nueva en la que se puede observar el inmenso firmamento si estás en el sitio adecuado. Yo, por casualidad, o más bien por causalidad, lo estaba.
Dirigí mi mirada hacia el cielo, mostrando mi admiración por toda aquella sinfonía de pequeñas luces que plagaban el firmamento. La Vía Láctea se observaba con intensidad. Millones de diminutos puntos blancos surcaban el cielo. La noche era preciosa y estaba, por fin, relajada, observando, solo disfrutando del placer de poder contemplar tal maravilla. Entonces la vi. Y en ese preciso instante un escalofrío recorrió mi cuerpo. Había una estrella, solo una, que brillaba con mayor intensidad que todas las demás. Parecía estar dirigiendo su brillo hacia mí, o al menos eso fue lo que percibí.
No tardé ni un instante en comprender que aquella brillante estrella, aquel espectacular lucero, eras tú, cuidándome desde las alturas más abismales. No necesité pronunciar ni tan siquiera una triste palabra para poder comunicarme contigo. Aquella noche fue espectacular y quedó guardada bajo llave en el rincón más mullido de mi resquebrajado corazón.
Desde entonces, cada noche miro hacia el cielo. Da igual la etapa en que se encuentre la luna, si hay millones de estrellas o no, que esté en la más absoluta oscuridad o bajo la apabullante luz de las farolas de la ciudad. Y tú siempre estás ahí, acompañando mi vida de sufrimiento, haciéndola más llevadera.
La otra noche solo estábamos tú y yo, tanto en el cielo como en la tierra. Tú y yo en la más estricta intimidad. Te tomé una fotografía, posaste para mí como lo que eres, la más bella del firmamento. Y enmarqué tu fotografía para poder llevarte conmigo en todo momento, sin necesidad de esperar a la noche.
Hoy soy un poquito más feliz, acompañada como estoy siempre por ti. La añoranza continúa, es inevitable, pero te siento más cerca y más cómplice que nunca. Ya solo me queda esperar al día de mi partida y que, con un poquito de suerte, inicie una ascensión hasta tu lado, en lugar de consumirme en las llamas del cálido infierno que siempre me ha acompañado.
Me temo que eso no va a ser posible. Solo quiero abrazarte, mamá. Y ya vendí mi alma al diablo para conseguirlo.

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