No pude resistirme a aquella carita redonda y a aquellos ojos tristes que reflejaban un hondo pesar cuando tenían que haber estado rebosantes de alegría y vitalidad. Quizá estuviese a punto de cometer una locura, pero lo cierto es que me daba igual, no pude resistirme.

Me encontré con él una fría y lluviosa mañana de otoño. Yo caminaba sin un rumbo fijo, con la mirada perdida en ninguna parte y dejando que el agua de la lluvia me calase por completo. Hacía menos de una semana que Rafa se había marchado de casa, poniendo punto y final de la manera más miserable a una relación de más de cinco años de convivencia. Ni siquiera lo vi venir, abstraída como estaba en mi mundo feliz donde lucía el arco iris y todo era perfecto. Se marchó con mi mejor amiga, Irene. La puñalada en la espalda perfecta.

Para colmo, el día anterior me había encontrado, también por sorpresa, claro, con que la vida me tenía preparada otra puñalada en forma de finiquito en la empresa en la que llevaba más de quince años prestando mis servicios. Evidentemente, mi estado de inocencia e ingenuidad también me había puesto una venda en los ojos ante los problemas financieras por los que venía atravesando la empresa desde meses atrás y que todos parecían conocer, excepto yo.

De modo que, en menos de una semana, pasé de ser una trabajadora ocupada que derrochaba gran parte de su tiempo en hacer horas extras, con una relación perfecta esperando en casa, a ser una persona desocupada con una soledad obligada que me iba asfixiando por momentos. Aquel primer día de inactividad, al no saber en qué dedicar mi tiempo, decidí lanzarme a la calle para escapar durante horas, a ser posible, de la amargura y ansiedad que me acompañaban dentro de mi casa.

Y ahí estaba yo, cabizbaja, llorosa, con unas marcadas ojeras que eran imposibles de disimular, deambulando por las calles bajo la fría lluvia, esquivando a las personas que, con las mismas prisas que había mostrado yo hasta el día anterior, pasaban raudas por las aceras. Caminaba sin ver, con la mirada perdida en algún punto interior de mis recuerdos más próximos, cavilando acerca de las vueltas que puede dar la vida en cuestión de días. En plena crisis existencial.

Fue entonces cuando lo vi, sentado junto a la puerta de una cafetería, guarecido por el minúsculo techadillo de la entrada, aterido y sucio. Tenía esos enormes ojos tristes que ejercían sobre mí un poderoso influjo magnético. Me quedé parada allí, bajo la lluvia, contemplándolo, durante minutos. Los suficientes para apreciar en su rostro la misma soledad que embargaba al mío. La lluvia caía sin cesar, mezclándose con las lágrimas que había mantenido guardadas a buen recaudo durante toda la mañana y que ahora habían comenzado a fluir con ligereza, como si se hubiesen abierto las compuertas que las mantenían atrapadas en un inmenso pantano.

Mis hombros temblaban bajo la lluvia, detenida en aquella esquina sin tan siquiera ser consciente de ello. Aún me llevó unos minutos sentir que unos pequeños brazos me rodeaban. Abrí los ojos, enmarañados en humedad, y vi cómo aquel pequeño, que seguramente tenía mucho más que reprocharle a la vida, se esforzaba por reconfortarme. Los dos calados bajo la lluvia, dos extraños que, en un determinado momento, conectan para no volver a sentirse jamás extraños. Lo tomé de los hombros y lo conduje al interior de la cafetería.

Ninguno de los dos pronunció palabra alguna. Yo me dedicaba a dar vueltas con la cucharilla en mi vaso de café con leche sin azúcar, mientras observaba a aquel pequeño saciar su apetito con ansia tras una tostada de mantequilla con mermelada y un buen tazón de cacao. Solo bastaron esos instantes para que la sensación de soledad desapareciera de mis sentimientos. De pronto, como un claro que se hubiese abierto en el cielo aquel día gris de lluvia, comprendí sin necesidad de cavilar demasiado, qué era lo que necesitaba en mi vida. Pagué la cuenta y pronuncié solo una frase:

—Quiero que vengas conmigo.

El pequeño me tomó de la mano sin pensarlo, como si llevase mucho tiempo soñando con que llegara ese momento. Juntos, regresamos a casa caminando despacio bajo la lluvia, en silencio pero en compañía, con calma, con serenidad.

Puede que sea una locura. Ni siquiera sé si tiene padres o si podré realizar los trámites para que el pequeño se quede conmigo. De momento eso no importa. Lo único que importa es que mi niño por fin ha sonreído y que yo no pude resistirme.