Vivía en un paraíso, un auténtico paraíso. Tenía a su disposición más de lo que en su vida hubiese podido imaginar. Cada mañana, al mirar por la ventana, la recibía el hermoso océano que llegaba calmo a una paradisiaca playa cuajada de palmeras. Había sido testigo de los más espectaculares amaneceres y de los atardeceres más intensos que el ocaso del sol contra el mar podía proporcionar a la vista.

A su cuarto no le faltaba el más mínimo detalle. Una gran cama con dosel ocupaba el centro de la estancia. Un tocador con los más lujosos productos de belleza, frente al que se cepillaba el cabello cada mañana y cada noche, la esperaba junto al luminoso ventanal. Las más delicadas joyas estaban guardadas en un cofre que parecía albergar más de un secreto. Ramos de flores frescas eran repartidos a diario por doquier.

En su mesa no faltaban cada día los más exquisitos manjares, elaborados con destreza por el más hábil de los chefs que podías encontrar en cientos de kilómetros a la redonda. El personal de servicio siempre acudía solícito a atender sus necesidades, incluso cuando no los necesitaba. Podía tomar el sol en una maravillosa cala privada durante todo el día si ese era su deseo. O sumergirse en el agua fría y contemplar las más diversas variedades de peces que refulgían en las profundidades con los rayos de sol que se colaban refractando sobre la superficie quieta de las aguas.

Recibía masajes relajantes a diario, con las más caras y perfumadas esencias. Disponía de su propio gimnasio, lo que le permitía mantener una figura envidiable. Su vestidor estaba repleto de las mejores ropas y calzados, de todos los estilos. Bien podía ser una joven deportista o una princesa sacada de un cuento de hadas.

Dormía cada noche abrazada a su hombre, reposando tras la agitada alteración del amor satisfecho. La colmaba de atenciones, de besos, de abrazos, de regalos. A diario. No podía decir que le faltase algo. Si algo echaba en falta, a las pocas horas ya estaba a su disposición.

A pesar de ello, sentía como si viviese rodeada de una gran alambrada de metal, con dañinos pinchos que la lastimaban cuando intentaba acercarse a ellos. Su atento esposo, ese que la colmaba de mimos, halagos y regalos, sufría una poderosa enfermedad que le obligaba a mantenerla encerrada dentro de su privado palacete de cristal. No podía salir a ningún lugar sin su compañía, no podía tener amigas, ni si quiera un teléfono propio y tenía vedado el acceso a Internet. Estaba prisionera, sí. Prisionera de los celos.