Rafael se quitó la pipa de la boca y una expresión de preocupación se reflejó en su rostro. Hasta mí llegaba el aroma sutil del tabaco que se iba quemando con lentitud en la pequeña cachimba y oleadas de recuerdos me asaltaron en un instante. Era un olor que debía de tener aislado en cuarentena en algún recóndito lugar de mi cerebro, porque lo cierto es que no lo recordaba. De pronto, fue como si hubiese dado un salto hacia atrás en el tiempo y hubiese aterrizado de golpe en una noche fría de invierno mientras escuchaba las batallitas que solía contarme el tío Juan junto a la estufa.

El tío Juan. ¿Qué habría sido de él? Hacía por lo menos treinta años que no lo veía. No solo eso, tampoco se había vuelto a pronunciar su nombre. Mi padre había borrado a su hermano de nuestras vidas de un plumazo por algún tipo de desavenencia entre ellos que jamás nos llegó a contar y que nunca hubiese llegado a comprender, aunque siempre tuve mis sospechas de que tenía algo que ver con mi madre. En cualquier caso, ni mi corazón ni mi mente habían estado nunca preparados para comprender la separación de dos hermanos.

Sea como fuere, lo cierto era que la última vez que había visto al tío Juan yo tenía diez años y, a partir de entonces, se prohibió hablar de él tan siquiera. Yo me sentí decepcionada, enfadada, iracunda. Sus problemas serían suyos, no me importaba que quedasen entre ellos dos, pero yo no tenía nada que ver. No era justo. En secreto, yo tenía la creencia de que el tío se pondría en contacto conmigo. Soñaba con encuentros clandestinos con él a escondidas de toda la familia, para algo era su sobrina favorita. O, al menos, eso era lo que me decía, pero a la hora de la verdad, desapareció sin dejar rastro. Así que me obligué a olvidarlo. Y ahora, el aroma de la pipa de Rafael lo había vuelto a traer a mi memoria sin permiso.

El tío Juan era solo un par de años mayor que mi padre, pero mucho más atractivo, ahora que lo recuerdo. A pesar de su relativa juventud, siempre fumaba en pipa, una costumbre que yo tenía atribuida a personas de una edad más avanzada o de otro nivel social. Y, entre el humo aromatizado del tabaco, yo pasaba las horas junto a él, que engarzaba una historia con otra sin cansarse. Solía decir que le encantaba ver mi mirada asombrada mientras le escuchaba y, por eso, me las contaba con mayor placer. Nunca llegué a saber si todas aquellas historias eran ciertas o no, pero yo me quedaba embelesada mientras le escuchaba. Lo adoraba. Para mí, era un auténtico héroe. No en vano, había sido corresponsal de guerra durante muchos años, hasta que un importante daño sufrido en una de las contiendas lo trajo de vuelta a las oficinas. Y yo me alegraba por ello.

Un lejano rumor llegaba hasta mis oídos mientras pensaba todo aquello, pero yo solo podía recrearme en la maravillosa sensación de aspirar el aroma de la pipa y evocar un pasado que había estado durante tanto tiempo enterrado en el fondo de alguna laguna de mi memoria, cual si fuese un cadáver a esconder. Con estos recuerdos, todas las historias narradas por el tío Juan volvieron en tropel. Aquella en la que… Y aquella otra… «Un momento», mi cerebro me habló alto y claro en el interior de mi cabeza, «¿y si? Podría funcionar, ¿no?». «Podría funcionar», me repetía a mí misma, mientras el murmullo que oía a mi alrededor se iba haciendo cada vez más nítido, hasta que conseguí salir de mi ensimismamiento y lo escuché a la perfección. Quizá ayudó un poco la mano que me zarandeaba un brazo, cada vez con más fuerza.

—Sofía… ¡Sofía! ¿Me estás escuchando? —volví a escuchar la voz de Rafael con nitidez, además del tráfico de la avenida donde estábamos sentados tomando un café—. Llevo tres meses esperando a que me envíes el manuscrito de tu nueva novela. ¡Tres meses! Te he llamado todos los días y solo me has dado largas. ¡Y ahora me dices que no tienes nada! ¡Que las musas te han abandonado! ¡Que tienes sequía creativa! Por favor, Sofía, céntrate, no me obligues a tener que tomar decisiones difíciles.

Dibujé una sonrisa en el rostro mientras tomaba un sorbo de mi café ya tibio y aspiraba de nuevo el aroma del tabaco. «Gracias, tío Juan», pensé, al tiempo que contestaba a mi editor:

—No te preocupes, Rafael, tendrás tu manuscrito en breve. ¿Puedo probar la pipa?

Y, sin más, me quedé mirándole con una expresión que era una amalgama entre inocencia e ilusión.

—Desde luego, qué raros sois los escritores… —dijo, mientras me tendía su tabaco, sorprendido.