Lo veo al final del amplio salón de la cafetería. Está acodado sobre la barra, mirándome con fijeza, mientras se toma a sorbos largos y lentos una cerveza. No puedo evitar fijarme en cuánto ha cambiado en estos meses, tiene el pelo más largo y la barba que siempre quiso llevar. Parece que ha perdido algo de peso y unas incipientes arrugas se le dibujan en la comisura de los ojos.

Después de diez años de relación, hace casi uno que no nos vemos, desde que un monstruo hasta entonces desconocido para mí destrozase mi vida con una fuerza ciclónica y me hiciese tomar algunas de las peores decisiones de mi vida. Sin un motivo aparente, me sumí en la oscuridad más intensa. Perdí todo, trabajo, amigos, familia… y a él. Detrás de aquel vendaje que cubría mis ojos para impedirme ver el sol, la claridad con la que yo me veía indigna de su cariño era meridiana. Solo quise perderme, desaparecer del mundo durante un tiempo y dejar de arruinar las vidas de mis seres queridos que, a buen seguro, continuarían mucho mejor sin mí. Rechacé cualquier ayuda y el único contacto social que me permitía consistía en mi visita semanal al psicólogo.

Desde hace unas semanas, algunos rayos de sol consiguen penetrar la maraña de nubes que lleva cubriendo mi cielo desde hace tanto tiempo. Se siente bien recibir la calidez de la luz dorada que me baña a ratos, haciéndome recordar otros tiempos en los que los días soleados se repetían sin cesar. Aún fue necesario tragarme buena parte de mi orgullo para reconocer que lo echaba de menos. Al sol y a él. Pero en cuanto lo reconocí, tomé el teléfono y lo llamé. Sorpresa, incredulidad y nervios se mezclaron a partes iguales a través de la línea telefónica. Y, al final, concertamos una primera cita, un pequeño acercamiento, un ligero a ver qué tal. Nuestra segunda primera cita.

Le veo pasarse una mano por el pelo, mientras me mira con inseguridad, y me pregunto si no debería ser yo la que diera el primer paso. Saco del bolso mi pequeño espejo para comprobar que el maquillaje está en orden, porque sí, estoy volviendo a ser aquella mujer coqueta que siempre fui. El minúsculo espejo me devuelve justo la imagen que estaba deseando ver: mis ojos, por fin, sonríen. Estoy lista.

Me acerco con tiento hasta su lugar en la barra, mientras siento cómo, poco a poco, va creciendo su nerviosismo. Yo intento disimular el mío como puedo, esperando que mis piernas me respondan en los escasos metros que me faltan por recorrer. A su altura, un suspiro, una sonrisa y el abrazo más reconfortante que he recibido jamás.

—Te he echado de menos —susurra en mi oído.

—Y yo —respondo a duras penas, con la congoja aferrada a mi garganta, mientras intento con todas mis fuerzas que aquel abrazo no termine jamás.

Después, el beso, cálido, lento, desesperado, melancólico. Porque toda primera cita debe culminar en un beso. Ahora solo tendremos que dejar que el amor vuelva a poner cada cosa en su lugar.