Aquella noche soñaba contigo. Era una noche de lunes cualquiera y, como siempre, soñaba contigo. Soñaba con tus dulces besos, con tus cálidos abrazos, con el calor que desprendía tu cuerpo y el suave roce de tu sexo perdiéndose dentro de mí. Soñaba en mi amplia cama vacía, recorriéndola entera mientras el subconsciente me llevaba en un viaje hacia tiempos pasados en los que el calor y la pasión eran nuestros compañeros de viaje. El sueño no parecía tener fin. Si hubiese podido observarme por un pequeño agujero abierto en una grieta de la puerta de mi dormitorio, estoy bien segura de que podría encontrarme con una sonrisa dibujada en mi rostro, con la firmeza de quien traza expertas formas en una hoja de papel.
El sueño de aquella noche fue tan vívido, tan real, que por momentos creí que no se trataba de un sueño. Las sensaciones eran tan intensas que, aun perdida en las lagunas de mi mente no consciente, podía apreciar la humedad que se iba formando en mis sábanas, tan reales como desgastadas.
De pronto, desapareciste sin más. Comprendí sin saberlo que no me lo pondrías tan fácil. Que tus recuerdos no se regalan, al igual que jamás me hiciste ningún regalo. “Te lo tendrás que ganar”, me decías. Nuestra vida era un continuo ir y venir de retos que siempre se resolvían en la intimidad de tus sábanas de satén. Y al igual que en aquella realidad tan nuestra, en mis sueños también me retabas, años después de haberte perdido, para que volviese a ganarme el disfrute de tus mundanos recuerdos.
Desapareciste y me encontré en mitad de un bosque. Era otoño y las hojas doradas de los árboles cubrían el suelo, creando una preciosa alfombra multicolor, como una colcha de patchwork de esas que tanto te gustaban y que yo tejía para ti con esmero. La quietud era absoluta en el bosque, pero yo no sentía ningún atisbo de temor. Imagino que en algún confín de mi subconsciente tenía plena consciencia de que se trataba de un sueño. Así que me comporté como se hace en los sueños, atrevida, sin ningún tipo de miedo ni de pudor. Comencé a caminar sobre la alfombra de hojarasca, descalza, haciéndola crujir bajo mis pies, y retomé, casi por instinto, mi viejo hábito de niña de patalear las hojas secas. En mi sueño solo notaba una alegría inmensa, tan diferente a la realidad en la que viven mis días.
En una de aquellas alegres patadas, mi pie topó con algo duro. Con él dolorido, seguí golpeando a puntapiés las hojas que lo cubrían todo. Descubrí algo metálico, lo que parecían las vías de algún tren que, en su día, transcurriría ligero por entre los abetos del bosque. Y deseé poder viajar en él. Seguir un viaje precioso rodeado de tanta naturaleza en su máximo esplendor. Con tan solo desearlo, escuché un sonido que en un primer momento me resultó irreconocible. Quedé a la expectativa, agudizando mi oído. Por un instante llegué incluso a un plano de consciencia tal que pude pensar en cuántas experiencias nuevas estaba viviendo en aquel sueño.
Entonces lo vi. Un precioso tren de vapor venía directo hacia mí, despejando a su paso las hojas que cubrían todos los rieles. La locomotora humeaba, pero no lanzaba un humo corriente, sino que dejaba una estela de fuego dorado a su paso. Lo mismo que hacían las ruedas al deslizarse por los raíles trazados en aquel mágico bosque. Me hice a un lado, esperando que el tren pasase de largo, pero no fue así. Se detuvo con pesadez a mi altura y una puerta se abrió a mí sin que pudiera intuir alguna presencia detrás de ella. Estaba recibiendo una clara invitación.
No lo dudé, recordad que era el sueño de una noche de lunes cualquiera, así que de un pequeño salto salvé la considerable altura que distanciaba el vagón del suelo. En cuanto hube puesto el primer pie en la escalerilla, aquel mágico tren reemprendió su camino, sin que hubiera tenido la oportunidad de divisar si quiera su interior. Agarrada a la puerta abierta, divisé un cartel sobre la puerta contraria que indicaba “Viaja usted en el tren del tiempo. Relájese y disfrute del viaje”. Así lo hice.
El viejo tren continuaba su marcha, dejando atrás los confines de un bosque que a mí me había parecido mucho más extenso. De pronto, me encontré haciendo un recorrido por mi vida, desde el momento en que me fui a la cama aquella noche, hasta el momento en que te alejaste de mí. Veía mi vida desde fuera, como mera espectadora, recorriendo en tan solo unos minutos lo que fueran años de mi solitaria existencia. Aquel tren me llevó de forma directa hacia ti.
El sonido insistente del despertador me devolvió a la realidad de una manera demoledora. Atrás quedaron el bosque, el viejo tren, mis años vividos y mis encuentros contigo. Pero aquella mañana tenía preparada una grata sorpresa para mí. Allí, a mi lado, entre mis sábanas revueltas, estabas tú, desnudo en un apoteósico esplendor. Tus manos volvieron a recorrer mi cuerpo, tus labios volvieron a posarse sobre los míos y a susurrarme al oído, nuestros cuerpos volvieron a amoldarse el uno con el otro, ávidos, impacientes, salvajes.
Partí hacia el trabajo después de haberte arrancado la promesa de que no volverías a irte de mi lado. Pero cuando regresé a la tarde ya te habías marchado. Fueron inútiles mis llamadas ni los cien mensajes enviados. Con el corazón hecho pedazos y los ojos convertidos en mares, volví a mi revuelta cama, con la única esperanza de volver a soñar contigo de nuevo. Cuando, después de muchos intentos, logré conciliar el sueño, me encontraba en el bosque de la noche anterior. Y volví a subir al tren del tiempo, casi con desesperación.
Desde entonces, cada noche vuelvo a tomar el tren que me lleva hasta ti por caminos encantados. Y disfruto de los mejores despertares a tu lado, hasta que te esfumas sin dejar un solo rastro de tu paso por mi vida. Pero no importa. Ya sé que, por la noche, volveré a tomar tu tren.