El día se tornó gris en cuestión de segundos. El espléndido sol que lucía hacía apenas un momento, se mostraba empañado por unas nubes oscuras que lo recubrían todo. Se recortaban contra las montañas como si estuviesen desafiándolas, en un eterno duelo entre cielo y tierra.

El viento comenzó a soplar con relativa fuerza. Éramos pocas personas en la playa aquella mañana, fresca para la época del año en que nos encontrábamos, pero la mayor parte de ellas se retiró cuando se levantó el viento. La fina arena volaba, en sentido literal, como si se tratase de una multitud de alfileres lanzados con precisión hacia las piernas. Ahí empezó otro combate, el que se producía entre el viento y la tierra.

Parecía que aquel día todos los elementos estaban en confrontación con nuestro querido planeta. Nada extraño, pensé, puesto que incluso nosotros mismos, los seres humanos que lo habitamos, también mantenemos un grave enfrentamiento con él. Nos suponemos inteligentes pero matamos al planeta que nos permite vivir. Absurdo dentro de lo absurdo. Seres absurdos. Combate entre hombre y tierra.

Una ráfaga más potente de viento me sacó de inmediato de mis pensamientos, como si hubiese recibido una bofetada en la cara. Seguía en aumento y ya estaba dudando entre permanecer allí o no. Sentada como estaba, los pequeños dardos de arena venían directos contra mí, con lo que sentía como si todo mi cuerpo fuese ametrallado por diminutas balas. Me giré y me dispuse en contra de la dirección del viento. Si quieres ametrallarme, que sea por la espalda. Así soportaré mejor la traición.

Un rápido vistazo a mi rededor me mostró la imagen más bella que había podido contemplar y que jamás hubiese podido imaginar en aquella desapacible mañana de verano. Estaba sola en la playa. Solo se veía en la distancia a una joven pareja que soportaba el viento, por un motivo muy especial. Una pequeña niña les acompañaba, supuse que era su hija. Y la pequeña estaba sirviéndose del viento para hacer volar una preciosa cometa con forma de mariposa, decorada con bellísimos colores, radiantes, eléctricos, llamativos. Un auténtico arco iris de color que surcaba sin ningún temor el cielo gris plomizo que nos cubría.

Estaba pletórica de alegría. Hasta mí llegaba el hermoso sonido de su risa mientras hacía volar la cometa a su antojo. La mariposa, seguida por una larga cola de los mis colores brillantes, hacía cabriolas en el aire. Giraba y giraba. Subía, bajaba y volvía a subir, encabritada, volando. Parecía que quisiese volar libre, falsa mariposa de alegres colores llenando de luz un cielo de plomo.

Entonces fue cuando recordé el motivo por el que había ido a la playa aquella mañana. El mar, estuviese sosegado o revuelto, siempre me había ofrecido consuelo. Escuchar el rumor de las olas, respirar esa mezcla de salitre y vida, sentir el frescor y la suavidad de la arena bajo mis pies descalzos, conseguían aplacar mi desasosiego en los peores momentos de mi vida. Siempre que necesitaba sentirme reconfortada, iba a compartir mi soledad con el mar. Y en esos momentos lo necesitaba.

Unos días antes había partido un amigo, había volado libre, como siempre quiso ser y nunca pudo. Igual que volaba la cometa de la niña aquel día. Vuela, cometa, vuela. Vuela libre hacia el cielo, y si le ves, si por casualidad le encuentras, vuela alegre con él. Llenad el cielo de colores, haced que estas nubes guerreras dejen de amenazar con lágrimas. Volad, libres, volad.

Como si la cometa de la niña hubiese escuchado mis palabras, se deslizó de su mano y se alejó de ella en un vuelo alegre en pos de un cielo gris. Ahora sé que mi amigo nunca estará solo, irá acompañado de una bonita mariposa de colores que alegrará sus días y hará más luminosas mis noches.