Miklós camina con el paso lento del que lleva acumulado mucho cansancio en la vida. Aferrado con fuerza a su mano derecha, su pequeño nieto Ferenc tira de él hacia adelante, ansioso por llegar al mágico lugar al que siempre le lleva su abuelo. De su mano izquierda pende una solitaria rosa del color de la sangre que algún día circuló rauda y rabiosa por sus venas, ahora ralentizada por el vacuo transcurrir de los años que no consiguen apagar el fuego de la memoria.

El abuelo contempla con orgullo y cariño su ciudad natal, cubierta de nieve en aquella fría mañana sabática del mes de enero. El Danubio fluye con fuerza mientras ellos cruzan, impaciente uno, cansado el otro, el puente de las cadenas. De vez en cuando, Ferec se distrae jugando con la nieve acumulada en todos los lugares y lanzando bolas a su abuelo, que las acoge con la paciencia y resignación del que ya no quiere sufrir más en la vida.

Enfilan el paseo ya en la orilla contraria del río. De vez en cuando, Miklós se frota las manos, cubiertas por gruesos guantes de piel para evitar que el frío de la mañana pueda penetrar por algún resquicio de su enfundado cuerpo. Ferec, con sus guantes de lana marrón, ya tiene las manos heladas y empapadas de tanto jugueteo con la nieve.

—¡Ya los veo, abuelo! ¡Ya estamos llegando! —exclama el muchacho con emoción, a la vez que inicia una carrera hacia el lugar al que les dirigen sus pasos desde que salieron de casa aquella mañana.

El abuelo observa la ilusión que desprende el chiquillo, mientras esboza una tímida sonrisa, y por su mente cruza el pensamiento fugaz de cuánto le hubiera gustado poder disfrutar de esa alegría, ilusión y vitalidad en su infancia. Él también los ve, su vista cansada no le impide divisarlos en la distancia. Cada vez están más cerca, igual que su nieto. Miklós se va preparando mentalmente para la pregunta que escuchará en unos pocos minutos y que, a medida que pasa el tiempo, le cuesta más trabajo responder.

—¿Me cuentas otra vez la historia, abuelo? —le pregunta el chiquillo cuando el abuelo ya ha llegado a su altura. Decenas de zapatos se acumulan de forma desordenada sobre el muro que separa el paseo del raudo fluir del Danubio.

Miklós lo toma del hombro y lo guía por inercia hacia el zapato de siempre, el que hace años, cuando consiguió regresar a su ciudad natal, eligió como representativo de su historia. Hoy el frío y los recuerdos hacen mella en el corazón de aquel hombre grande de sentimientos dañados a lo largo de su vida. Por su mente comienzan a desfilar los recuerdos, sin pedir permiso, al tiempo que reabren antiguas heridas que jamás llegaron a cicatrizar.

Se recuerda a sí mismo, un chaval con la edad de Ferec, más o menos, cuando comenzó aquella huida desesperada que trastocó su vida por completo. Recuerda el hacinamiento de personas en la sinagoga, el hambre, el olor a enfermedad y a muerte. Recuerda con un dolor inmenso en el centro del pecho, que casi no le permite respirar, cómo fue obligado a contemplar el fusilamiento de sus padres a la orilla del Danubio, descalzos. Recuerda cómo sus zapatos quedaron allí, abandonados, mientras tiraban de él para llevarlo al camión que le conduciría a un trágico destino, sin permitirle tan siquiera recogerlos.

Aquella mañana, Miklós no consigue volver a contar aquella historia a su nieto que, sentado a su lado, observa con curiosidad las lágrimas que han empezado a surcar las líneas de sus marcadas arrugas. Algo le dice que debe guardar silencio, la tensión se hace densa en el ambiente helado de aquella mañana de invierno. Si el pequeño pudiese ver los pensamientos de su abuelo en aquellos momentos, sería trasladado a Auschwitz, observaría la dura vida de aquel niño en un campo de concentración, la ansiedad que cada noche le provocaba que su número fuese elegido para la ejecución diaria.

De la mente del abuelo se han borrado partes de su historia. Es incapaz de recordar, por ejemplo, cómo consiguió salir con vida de allí, cómo logró rehacer su maltrecha existencia y formar una familia lejos de la ciudad que había sido testigo de los primeros años de su crecimiento. Recuerda con nitidez, sin embargo, la caída de los cuerpos sin vida de sus padres al Danubio, el traslado hasta el campo y los sufrimientos que allí padeció.

Miklós, arrodillado sobre el frío suelo mojado por la nieve, deposita la rosa que portaba con cariño en aquel zapato simbólico que al menos le permite algo a lo que aferrarse de su pasado. Se levanta silencioso y, tomando la mano de su nieto, emprenden juntos el camino de vuelta, mientras se alejan cada vez más de aquellos zapatitos en el río, sin volver tan siquiera la vista atrás.

Según aumenta la distancia que los separa de aquel lugar, el abuelo va tornándose más risueño. El sol ha hecho su aparición desde detrás de una gran nube y calienta la cara y el cuerpo de abuelo y nieto, pero, sobre todo, el alma de aquel viejo superviviente.

—Bueno, Ferec, ¿te apetece tomar un chocolate bien caliente? —pregunta Miklós a Ferec mientras toman de nuevo el puente de las cadenas en sentido contrario—. Hace un día precioso, no deberíamos malgastarlo…