Se hicieron las doce y cayó el sueño como una cortina que casi no me dejaba ver. Abandoné las redes sociales, repletas de princesas azules y de otros colores, y salí, pese al cansancio, con cierto garbo, de mi despacho en dirección al dormitorio. Pero con las prisas, perdí una alpargata en el pasillo. ¿Cómo se pierde una alpargata caminando? La respuesta es que tienes que verme a mí con sueño. Mi hijo pequeño, no sé qué haría despierto a esas horas, la recogió y dijo:

-Se lo voy a decir a Mamá, que tú también te dejas zapatillas por ahí, y te enfadas cuando lo hago yo.

-¡Eso mismo! -dijeron sus hermanos.

-¡Vaya acusicas! Parecéis hijastros malos de cuento.

Mi mujer, dijo:

-¿De quién es esa zapatilla? ¿Os parece bonito? El propietario, mejor que confiese.

Pero yo me metí en la cama, mientras ella seguía tratando de averiguar de quién era. Yo abrí un ojo al oírla entrar al cuarto. Sonriendo, introdujo la mano buscando mi pie bajo el edredón. Cuando por fin lo cazó con maestría como a un gazapo tratando de esconderse asustado en su madriguera, logró sujetarlo:

-Vamos a probar si la zapatilla es de este señor -decía. No sé por qué le hacía tanta gracia la cosa pero pronto me contagió su risa.

-Déjame que te la pruebe -decía- y si es de tu talla está pantufla de cristal, me casaré contigo otra vez. ¿A dónde iremos de luna de miel?.

-Pues sí que tienes ganas de reincidir -le respondí yo, asomando el dedo gordo para permitirlo.

-¡Horror! ¿Sabes que tendremos bodorrio -y me buscó las cosquillas en la planta del pie.

Al día siguiente tendría algunas tareas poco interesantes que hacer. Dejé de soñar despierto. Me quedé pensando en mi zapatilla de Ceniciento… y en que mi coche fantástico se había convertido en calabazas. Lo pensé mejor y me dije: <<Bueno, no. Quizás no>>