LA LEY DE DIOS

Otro día, Salomón fue a los jardines traseros del palacio, con la esperanza vana de no sentirse observado. Estaba cada día más cansado. Habían dedicado tantos años de entrega a su pueblo… Y si, su tiempo sería juzgado por la historia como una época de esplendor. Pero él sabía la verdad. Su poder político y el de su reinado eran importantes pero su pueblo no había asimilado nada de su sabiduría y Salomón había comprendido que la plebe nunca aprendería nada. Eran necios como bestias de carga. Había soñado un imposible. Hacer un pueblo más fuerte por su cultura. Pero sintió que era un iluso. Su mayor error había sido amar a sus súbditos.

Mientras contemplaba el crecimiento de algunas plantas apareció por allí, Sadoc, su sacerdote y fiel partidario.

-Quería felicitarte, oh mi rey, por…

-Ya vale, ya vale.

-Por el modo magistral en el que resolviste ayer…

-¡Qué ya vale!

-¡Pero que es verdad! ¡Eres sabio!

-Deja ya de adularme, Sadoc, o enterraré tu cabeza en las arenas hasta que mueras, como hice ya con Abiatar, tu antecesor. Tus halagos me ofenden. Seré sabio por cuanto conozco sobre los libros sagrados. No por saber de antemano que una buena madre no partiría su bebé en dos. Eso lo sabe el más bruto de los beduinos.

-Salomón, mi rey. Sois sabio por todo, pero más por saber de antemano que una mala mujer puede preferir matar a un niño antes que permitir que no sea suyo. Eso es abominable. Inimaginable. ¡Un indefenso recién nacido! Pero tú lo sabías, mi rey. Yo nunca osaría compararme, pero si lo hiciera, habría de reconocer que jamás hubiera creído que pudiera existir una reacción así. Y sin embargo, pudiste leer los ojos de aquella alimaña humana que se pretendía madre. Así que, con el debido respeto, podéis enterrar mi cabeza. Seguro que bien hecho estará, ya que sois sabio. Para mí lo sois. Siento ofenderos.

Salomón sonrió.

-Te voy a mandar azotar, sacerdote, si esperas que vaya a consolarte como a una de mis esposas, ofendida por mi desconsideración. Mi sabiduría no tiene mérito alguno. Sabes que también hice ejecutar a mi propio hermano, Adonías. O al confiado Joab. Yo sé cuánto dolor arbitrario he creado. He sido capaz de infligir más castigos que los que deseaba. Y aun no sé cuánto más puedo ocasionar en el futuro.

-Se te recordará por tu justicia sin embargo. Por juicios como éste de las dos madres. El pueblo te ve más cercano cuando zanjas disputas de mujeres, que cuando construyes palacios y templos, como el de Jerusalén. Tardan muchos años en erigirse. Demasiados inviernos para ellos. Aunque son importantes para adorar a Yahvé, naturalmente.

-Esos templos durarán siglos erectos.

-Eso es realmente admirable, mi rey… pero la mayoría de los hombres y mujeres no precisan algo tan prolongado.

-Seguir la recta ley de Yahvé nos hará fuertes, sacerdote. Ya está haciendo grande a Israel.

-Lo sé. Pero es bueno que dediquéis parte de vuestra atención a estos menesteres del pueblo.

-¡Vah! Menesteres domésticos. Maté a mi hermano para ser rey. ¿Para esto? ¿Crees que puedo dedicarme a estas peleas de barriada a las que llamáis juicios? Te diré una cosa, Sadoc. Yahvé se me apareció.

-Lo sé, mi rey, lo sé. Me lo has contado tantas veces… como la anciana tía de mi madre el día de su violación.

-Y no quiero pensar que no me crees, porque si no crees a tu rey, tendré que…

-Enterrar mi cabeza en la arena. Ya. Pero os creo. No os molestéis.

-Yahvé se apareció a tu rey y dijo: “Pide lo que quisieras”

-El corazón de nuestro Dios es grande.

-Y Salomón, tu rey, o sea, yo, dije: “Da pues a tu siervo un corazón magnánimo para juzgar a tu pueblo, para discernir entre lo bueno y lo malo y así para poder gobernar.

-¡Oh! ¡Qué bien estuviste, Salomón, mi rey! ¡Cómo se quedaría Yahvé con esas, tus sentencias!

-¡Cállate, necio!

-Perdón.

-Y respondió Dios: “lo he hecho conforme a tus palabras: he aquí que te he dado corazón sabio y entendido.”

-Pues ahí lo tiene, mi rey: sois sabio porque lo ha querido Dios.

-Y yo debería aplicar a mi reino de Israel los diez mandamientos. En eso consiste mi sabiduría. La ley de Dios. Una misión histórica y hasta sobrenatural. Y no atender a peleas de vecinos. Ni matar a mi hermano y a otros muchos. No estoy contento, Sadoc.

-Qué duramente os juzgáis. ¡Pero si Adonías solo era medio hermano!

-¡Callad, estúpido! Cada día comprendo menos por qué te he otorgado tan alto puesto. No sé si sois un cínico o un idiota. No vale la pena hablaros. Déjame Sadoc. Debo seguir inspirándome aquí entre estas flores y estas palmeras, y pensar mis proverbios.

-Pero mi rey… Han llegado desde el lejano Egipto dos mujeres atraídas por la fama de tu justicia.

-¿Otras dos mujeres? Sadoc, te voy a despellejar.

-Y un hombre.

-¿Qué les pasa? ¿Otro niño a repartir?

-No. Es el hombre. Las dos mujeres afirman que lo aman más que la otra. Cada una de ellas quiere servirle en exclusiva.

-¿Y qué dice de eso el varón?

-Dice que con gusto las entregaría para vuestro harén. Dice que le ponen la cabeza cual tambor en festejo. No son mal parecidas. Pero él solo busca la Paz. Y con ellas no podría encontrarla.

-Ah, es un místico.

-No, mi rey. La Paz es una joven de Ofir.

-Comprendo. Ofir… Eso está en la ribera del Éufrates. ¿verdad?.

-No, mi rey. Más bien en la del Mar Rojo.

Salomón se quedó mirando con ira a Sadoc y éste al punto agachó la cabeza como si revisase sus babuchas.

-¡Hazlos pasar!

-¿Aquí en mitad del jardín?

-¿Qué te pasa, Sadoc?

-No sé…

-¿Qué te pasa, Sadoc?

-Mi rey, esteeee…

-Sadoc, vas a hacerme blasfemar como no me respondas de una sagrada vez.

  • Pues es que… Yo lo haría sentado en el trono, vamos… No aquí con el hombro apoyado en la palmera. Con un poco más de relumbrón, Salomón, más boato. Que sois el hijo de David y Betsabé. Vestid con vuestro manto, la corona, el cetro… Poneos derechas esas polainas, que no parecen seguir la recta ley de Yahvé. Calzad algo más rico y limpio… En fin, de otras maneras. No vais a impartir vuestra justicia salomónica portando en vuestra mano esa hazadilla embarrada de jardinero, o de niño explorador. Y luego esas…

-¡Basta! ¡Me da igual! ¡Obedece, maldito sacerdote! Tráelos aquí inmediatamente, que yo mientras iré pensando de qué modo voy a ocultar mi hazadilla embarrada en tu blando y panzudo cuerpo.

Al poco tiempo, accedieron a los jardines del palacio las dos mujeres y su hombre.

-Majestad, oh, mi rey Salomón. Si os parece, hablaré yo, que soy el varón.

-No me parece, fíjate qué cosas. Aquí no va a hablar nadie más que yo. Hala. Hoy voy a dictar justicia directamente:

Todos quedaron sorprendidos, pero el monarca alzo la mano y el paisano corto su charla de inmediato.

A este hombre, que lo azoten por venir a importunarme con estas historias de tan bajo perfil.

-Pero, mi rey, yo solo…

-¡Azótenle! Y que no aparezca más por aquí este pendón.

Las mujeres, que parecíeran ser enemigas, se miraron y se sonrieron agradeciendo con muchas reverencias la clarividencia y rapidez de Salomón.

-En cuanto a estas dos hermosas damas…

-¿Las ponemos en tu harén? -sugirió Sadoc.

-Ni hablar. Eso desean ellas. No las quiero. Tengo ya más de mil esposas, adrables unas, impresionantes otras, entre ellas la princesa de Saba y la de Egipto. ¡Qué poco lucirían aquí esas dos! ¡Que las maten!

-¡Pero mi rey, por qué! -decían las dos mujeres aterradas- Hemos venido hasta aquí confiando en tu sabiduría y justicia.

-Mi sabiduría dicta que si el varón fuera hijo de alguna de las dos, al menos una lo habría tratado de salvar. Pero como es solo vuestro sueño de falso amor, con tal de que no sea de otra, lo partiríais en dos hasta matarlo. ¡Siempre están con estas cosas de celos y despechos, este tipo de señoras. ¡Son lo peor! ¡Parecen una canción de Malú! Ya está bien. Realmente no lo quisisteis nunca. En realidad, tácitamente habéis acordado utilizar a ese hombre ingenuo para llegar hasta mí. Que las maten, ya. ¡Cuanto antes, mejor!

-¡Pero no nos has preguntado a nosotras, mi rey! Dejadnos explicar…

-Ni me hacía falta hacerlo. Lo tengo claro. Id y que os maten. No importunaréis más con vuestras cosas.

Se llevaron al hombre a azotar y le hicieron jurar que jamás volvería a estar cerca de Salomón y que se iría a la ciudad de Ofir, donde quiera que eso estuviera, a pasar el resto de sus días con su verdadera amada sin fijarse jamás en otra. Y a las mujeres las ahogaron atándoles piedras al cuello y las piernas y arrojándolas al río.

Salomón se enderezó por fin las polainas, dejándolas rectas como la ley de Dios y sacudió satisfecho el polvo de sus ropajes. Pero entonces vio a Sadoc sonreír. Sadoc se estaba diciendo a sí mismo que un rey debería ser consciente de la maldad o la torpeza humanas, valga la redundancia, porque la maldad es la mayor de las torpezas. Salomón la veía aflorar rápidamente y con nitidez. No era mal rey, o al menos, no lo sería por eso.

  • ¿De qué ríes, sacerdote? Ahora que me acuerdo de ti ¿no teníamos algo pendiente con una hazadilla?

  • ¿Que de qué me río, Salomón? -Sadoc sacudió la cabeza como si negase algo- Y luego diréis que no sois sabio… Os dejaré con vuestros proverbios.

Y se retiró prudentemente andando hacia atrás y haciendo grandes reverencias mientras el monarca trataba de ocultar su sonrisa.