Aquella tarde se fueron en coche a la iglesia toda la familia porque había que asistir a una especie de ceremonia de preparación de algún sacramento. Su mujer e hijos accedieron primero y él algo después, cuando por fin consiguió aparcar el monovolumen.
Era un templo moderno, de ladrillo y pocas vidrieras, ideal para curas relativamente modernos. Él no se sabía si era por la confirmación de una de las niñas o por la comunión de otra. Se sentía desconectado de todo. Su mujer controlaba a la perfección ciertos acontecimientos familiares pero a él todo eso le sobraba. Lo que sabía es que quería mucho a sus hijos. Las ceremonias, los cumpleaños, los compromisos… le hastiaban hasta la náusea. El cura se esforzó por demostrar que podía impartir una homilía muy cariñosa y dicharachera, llena de chistecillos para niños que las mamás reían con un entusiasmo desmedido. El sacerdote en cuestión era casi idéntico al humorista Moncho Borrajo, tanto físicamente como en su manera de hablar, solo que llevaba una barba, que hace unos años habría sido propia de un misionero, pero que, actualmente, la apariencia que resultaba era la de un cura hipster.
Durante el sermón, él se fijó en las caras de la gente. Algunos días no le gustaban. No veía en ellas lo que desearía encontrar. Miraba a cada uno de los padres de los alumnos y no encontraba alguien con el que se imaginase encontrando una excelente charla. Sabía que eso era una tontería, que luego trataría con cualquiera de ellos, encontraría motivos por los que sonreír ante cualquier broma y tendría que admitir que se había distraído hablando. Pero en principio, aquel ambiente no le importaba. No podía hablarse de nada, no había nada en común con ellos. No sentía particular interés. Percibía una especie de desinterés mutuo entre el mundo y él.
Después, que Dios le perdonase, empezó a observar las caras de las mujeres. ¡Que cosa tan irreverente! Dios en el fondo seguro que le comprendía. Estaba buscando algo con lo que distraerse, porque llevaban ya casi una hora con esa ceremonia. Había ya descubierto dónde andaba el número IV del via crucis, al que localizó junto a un confesionario, y que no se veía bien desde donde él estaba sentado. Había analizado también la simetría falsa del altar. En otro momento dejó vagar su mente imaginando una emergencia. ¿Por dónde saldría toda esa gente si hubiera un incendio? Solo veía una puerta en aquella iglesia que estuviera abierta… Después, sería por asociación de ideas por lo que de las emergencias pasó a las fugas, y empezó mentalmente a localizar el punto de fuga para dibujar aquellas filas de bancos en perspectiva. Luego probó a hacer otros juegos con la mente, y como se estaba poniendo de moda lo del mindfullnes, se dedicó a concentrarse en el paso del aire por su nariz. Pero respiraba mal por la nariz y además, eso le provocaba cierta dolor de cabeza. Volvió a las fugas e imaginó un ataque militar contra la iglesia. Se vio defendiendo a su familia con unas granadas que no le costó trabajo imaginar en su bolsillo. Veía a los asaltantes rompiendo los cristalitos de colores de las vidrieras con sus botas y saltando a dentro sin dejar de ametrallar a los feligreses. Pero él con un solo brazo protegía a los suyos mientras que se metía la otra mano en su bolsillo derecho, palpaba dentro y entre las llaves del coche, el monedero y los kleenex localizaba unas cuantas granadas con las que, antes de que le disparasen a él, había podido matar a diez o doce soldados invasores. En ese momento su mujer le dio un codazo y se despertó de golpe comprendiendo lo surrealista de lo que estaba soñando. Su hijo le miraba desde abajo con preocupación. Mira que dormirse en la iglesia del colegio… Eso le pasaba por controlar el paso del aire por la nariz. ¿Pero cuánto tiempo llevaba ya hablando ese cura que iba de gracioso? Entonces fue cuando decidió dedicarse a mirar mamás… ¿Qué otra cosa podía hacer? Pero desde su ángulo, la más vistosa era su mujer.
Por fin acabó la ceremonia. El cura hipster les invitó a pasar por una puerta hacia la zona de la sacristía donde habían preparado unos refrescos y patatas fritas. Sus hijos se dispersaron con otros compañeros de colegio. Su esposa no paraba de saludar y sonreír mucho. Parecía muy animada mientras que él solo pensaba en lo ramplón que le parecía todo aquello. Dos o tres matrimonios se acercaron y les saludaron. A él le costaba trabajo hacer con la boca una mueca parecida a una sonrisa.

-Guillermo, de verdad, qué cara tienes de aburrido…- le dijo su esposa cuando pudo hablar sin ser oída por otros-. ¿No puedes disimular un poco? ¿Quién te crees que eres?
-Estoy disimulando.
-Pues disimulas muy bien que lo estás disimulando, con esa cara de asco que pones.
-Antes me he quedado dormido, ya has visto.
-Siempre dando la nota…
-Ya. Es que esto es demasiado largo para mí.
-El sermón, sí. También ha sido largo para mí y para todos. Pero ya se ha acabado.
-No me refería al sermón.
-A qué te referías entonces.
-A todo esto…

A su mujer se le iluminó su cara al saludar a una de sus amigas. Y él, esforzándose por sonreír, se repitió de nuevo con el pensamiento.
-Demasiado largo todo esto…
La amiga de Carmen se fue y entonces ella se volvió a mirar a Guillermo con la cara triste.
-¿A qué te referías? ¿Qué es demasiado largo, Guillermo?

-A nada.

-Te conozco…
Se miraron a los ojos y ambos se comunicaron una fría tristeza. En aquel momento supieron que el divorcio estaba a punto de llegar aunque ninguno de los dos lo estuviera promoviendo. Era inevitable, como la muerte. Ella parecía a punto de llorar y él le tomó la mano tratando de consolarla, cuando se le acercó el cura hipster, con sus gafas redondas y su sonrisa en mitad de una larga barba gris, y les dijo en tono cordial.
-¿Qué tal estáis, pareja? ¡Qué alegría veros por aquí!

 

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