Carmencita, con la ilusión del casorio, un buen día decidió que dejásemos de acostarnos hasta la noche de bodas. Cuando me lo comunicó por teléfono no me lo creí. Lo digo en sentido literal. No me lo creí. Ni creí que lo hubiese decidido así ni tampoco que ella fuera capaz de lograrlo, porque yo cuando me pongo… Sin embargo, un fin de semana llegó y me dijo que primero iríamos a dejar las maletas a casa de sus primos, unos que tenía en Madrid, porque ¿qué pensarían sus padres cada vez que ella viniese a Madrid y no pasase las noches bajo el techo de sus tíos? De nada sirvió que le dijese lo poco que me importaba a mí el pensamiento de sus papás, salvo para que me llamase egoísta y bestia y además, bestia egoísta. Tampoco le ayudó a entrar en razón que le asegurase que yo ya era mayorcito para esas tonterías.
Aquel viernes no solamente dejamos las maletas en casa de sus tíos, sino que, naturalmente, las subí yo, con una rabia explosiva, y tuve que saludar a sus tíos y tomarme un cafecito con ellos como estaba mandado, y con sus primos, que ya los conocía de otras veces y que no me caían mal. No me caía mal nadie. Pero los últimos años de vida independiente me hacían inflexible para todo aquello que no fuese de mi interés. Los compromisos los solventaba casi siempre bien, porque uno comprendía que el mundo existe, y que hay que pagar ciertos tributos para integrarse en él. Normalmente lo hacía con agilidad, buscando una rápida salida. No me puedo quedar a comer, tenemos que irnos… En fin, como casi todo el mundo hace. Pero Carmen estaba tan guapa cuando llegaba con su pelo recogido en la cinta de terciopelo, que solamente pensaba en estar a solas con ella y el cafecito con el tío y la tía se me hacía insoportable. Luego, claro, salíamos con los primos a cenar, pasaba la tarde y la noche y la devolvía con sus parientes. Por fin, sincerándose con una de sus primas con la que le unía una amistad especial, Carmen encontró el momento de que nos quedásemos a solas ya que, según me dijo, yo empezaba a comportarme como si me picase la camisa.
Entonces pensé que violaríamos la última regla por ella impuesta, como todas las otras. Ese voto de castidad prenupcial. La convencí de que entrase en mi lúgubre apartamento, tras ser advertido de un modo claro y terminante de que una vez allí jamás lograría ceder su renovada virginidad.
– ¡Carmen, de verdad, yo creo que ya no tenemos edad para estas niñerías! -yo ya me estaba enfadando.
– ¡Bueno, pues no entro en tu casa!
La llamé absurda y ella me acusó de ser incapaz de mostrarle mi amor haciendo algún sacrificio. Le dije que no me gustaban los sacrificios, que eran una tontería y que me gustaban las mujeres mujeres y no las niñas. Pero me amenazó con romper.
– Si no te gusto aún estamos a tiempo de evitar un error. A lo mejor deberíamos vender la casa. Así no tendrás que aguantar mis niñerías.
Dicho esto empecé a frenar y, tras unos cuantos argumentos suyos, redundantes unos y nuevos otros, demuéstrame que eres capaz de hacer algo que te cueste, solamente porque a mí me haga ilusión, porque yo hago muchas cosas por ti aunque no las entienda… decidí apaciguarme. Accedió bajo promesa entonces a subir a mi apartamento. Una vez allí pronto empezaron los besos y las caricias. Fuimos a la cama para intentar poner en su sitio no sé que músculo agarrotado y finalmente logré poco a poco desnudarla con la excusa de embadurnarla con un potingue terapéutico que me quedaba de cuando hacía atletismo y que le dejaría el músculo como nuevo. Déjame que te eche por aquí, quítate esto un poco, bájate esto hasta aquí por lo menos para que te pueda frotar este musculito, y así, recordando un juego de adolescentes, o quizás más bien de niños jugando a médicos, acabamos los dos como el Señor nos trajo al mundo, acalorados y, en fin, huelgan las explicaciones porque no es mi intención recrear aquí los íntimos juegos con mi novia. Sin embargo, llegó la cosa al extremo en el que a uno ya le apremia lo que le apremia. Pero en ese momento ella me recordó las promesas y los juramentos:
– De aquí no podemos pasar. Además ya estamos sudorosos y pringados de tu ungüento mágico.
En ese momento, de nada sirven mis ruegos y razonamientos; de nada que le jure que a partir de la siguiente vez, que ya verá ella como en adelante… ¡Imposible convencerla!
– Que de verdad, oye, pero, Carmen, qué historia es ésta tan idiota, no es propia de ti…
Nada, no había manera. Finalmente decidí no enfadarme. Ya estaba convencido de que su tozudez iba a ser mayor aún que mi perseverancia. Total, que entonces me toma de la mano y vamos a la ducha.
Una vez seco me tumbé en la cama, pensando en volverlo a intentar. Ella sale, me trae un vaso de agua. Se tumba a mi lado y me da un cigarro en silencio. Los dos soltamos a la vez una gran bocanada de humo. Hay un gran silencio en el dormitorio. Entonces ella me mira sonriente y divertida y me dice como si continuase una conversación:
– Además: ¿después de la ducha y el cigarro… no te parece que es casi lo mismo?