Yacer en la superficie lunar y abandonarse a la muerte era ya su única perspectiva. Estaba muy debilitado. Se había dejado caer sobre aquella superficie polvorienta y se levantó una nube de polvo que iba depositándose poco a poco sobre su escafandra. El relieve lunar era muy plano en aquella zona, por lo que Dobrovolsky solo podía ver el firmamento negro con estrellas, cada vez más difuminado, debido a las motas de arena que iban poco a poco cayendo sobre su visor. Le dolía la espalda, el cuello lo sentía como si no pudiera sostener el peso de su cabeza. Notaba las rodillas como si fueran de mayonesa. Su respiración resonaba muy agitada dentro de su traje espacial. Y el corazón le latía muy fuerte, como cuando se mareó un día de niño al tomar café. Decidió dormirse y morir, no tenía fuerzas para otra cosa. Estaba seguro de que la nave que esperaba jamás vendría a buscarle. Y cerró los ojos. Pensó en su mujer y en sus hijos y dijo en voz alta:

-Adiós.

Fue su despedida lanzada al vacío.

A los pocos minutos abrió los ojos. Se sentía colgado en el firmamento y dio gracias por el privilegio de irse del mundo de los vivos en un escenario tan espectacular en vez de en una simple cama de hospital. Sin embargo, notó una molestia nueva, que probablemente le había despertado. Una prosaica sensación que parecía contradecir lo mucho que tenía de solemne y sobrecogedor aquel momento de su despedida. Tenía una gran necesidad de orinar. Pero qué más daba. Lo haría dentro de su traje. Es algo que estaba previsto, pero que él trataba siempre de evitar. Incluso el propio uniforme reciclaba el calor y el agua en ciertas condiciones y la reintroducía en su cuerpo como un suero mediante el sistema de microcatéteres de la ropa interior, sin pedirle permiso. El ácido úrico prolongaba la duración de las baterías. Esto realmente podría darle algún rato más de vida, aunque eso le daba igual. Hora más, hora menos… ¿Qué cambiaba eso? Siempre evitaba evacuar en los depósitos flexibles previstos en el traje. Pero esta vez no lo dudó, y al poco notó el avance de un cálido y delicado recorrido junto a su muslo izquierdo. Y no pudo evitar sonreír al destruirse totalmente la magia del momento. Irse riéndose de sí mismo le pareció lo más adecuado. Había estado bien. Una última holganza, si se podía llamar así. Una liberación postrera.
Sintió que sus dolores se atenuaban. Trató de tranquilizar su corazón para reducir el consumo de oxígeno.

-Mensaje a la Tierra -dijo. Y una pequeña luz verde brilló en su visor confirmando que la computadora de su traje estaba lista para grabar y emitir-. Soy el comandante Mijail Dobrovolsky. Hoy es el día… ¡Decir día! -y la voz automática del traje se intercaló: “12 de agosto del año 2191 del calendario terrestre occidental. Son las 15:07.”

-Estoy esperando la muerte ya que nuestra nave principal ha explotado por motivos desconocidos cuando yo estaba fuera. Mis compañeros han salido en una subnave exploradora hacia la zona a investigar y supongo que al perder la señal están teniendo problemas para encontrarme, si bien la subnave tiene sus propios sistemas guía. Sea como sea, entiendo que si llegan tampoco podremos regresar a la Tierra con la subnave. Por lo tanto, solo puedo pedir que vengan a rescatarnos. Realmente no creo que me quede mucho tiempo a mí, pero ellos dentro del vehículo podrían aguantar bastante más. Por tanto, les solicito una acción para rescatarles urgentemente. Digan a mi familia que mis últimos pensamientos han sido para cada uno de ellos. Ruego a las autoridades que favorezcan su bienestar económico. Viva la Unión de Países. Fin del mensaje.

Dobrovolsky miró su mano gruesamente enguantada y la pasó por su visor para poder ver mejor las estrellas mientras se extinguía su aliento. A su izquierda pudo ver lo que imaginó que sería una lluvia de perseidas. Asintió tres veces con la cabeza, como si agradeciera esa oportuna visión de estrellas fugaces como un homenaje de fuegos artificiales a su persona en el momento de su despedida.
-¡Mi comandante, mi comandante!
La voz de uno de sus tripulantes se oía con una calidad tan perfecta que por un momento creyó que lo tenía a su lado. Se quedó tan aturdido que tan solo dijo.
-¡Qué!
-Mi comandante, su radio no está emitiendo por nuestro canal y deduzco que tampoco nos ha recibido. Sin embargo, hemos detectado su mensaje a la Tierra.
-¡Dios mío! ¿Dónde estáis?
-Aquí en la nave. Hemos apagado un poco el fuego y extraído los humos. Hemos logrado entrar y hemos comprobado que usted no estaba dentro como nos temíamos. Mi comandante, no nos dijo que fuera salir.
-Tienes razón, Guerásimov. Lo siento.
-¿Por qué lo hizo, Comandante?
-No soporto ir a la Luna y no pisarla. Es como esos ejecutivos que viajan a reunirse en distintas ciudades de la Tierra y no tienen tiempo de darse un paseo en ellas.
-¡Dios, mi comandante, perdone que se lo diga, pero ha arriesgado usted nuestras vidas!
Un silencio fue la respuesta. Decidió que no podía reconocer demasiado claramente su negligencia.
-¿Cómo ha quedado la nave?
-No ha sido grave. Más espectáculo que otra cosa. Creemos que podremos regresar y en todo caso, aquí podríamos esperar una operación de rescate.
-Debería echarme a llorar. Ya estaba convencido de que moriría.
-Mi comandante, somos militares.
-¿Cómo se atreve a recordármelo? Además de insensible es usted irrespetuoso.
– ¿Quiere que le dejemos morir aquí, comandante? ¿Le abandonamos?
-¿Cómo dice, capitán?
-Mi comandante, desde que le ha dado por escribir se ha convertido usted en una especie de sonámbulo. Todo lo hace mal. Parece usted drogado. Nos ha puesto en peligro. La nave ha explotado porque usted lo permitió al configurar erróneamente su salida. ¿Qué tal si le abandonamos aquí y usted se queda mirando las estrellas? ¿Le abandonamos? Tenemos parejas e hijos, proyectos y emociones tan importantes como las suyas. Mi comandante, es usted un irresponsable. ¡Quédese aquí!
-Si me abandonan acabarán en la cárcel todos. Y yo no podré escribir más.
-¿No podrá escribir más? ¿Es eso lo único que le importa?
Dobrovolsky guardó silencio.
Dentro de la nave, los otros tres tripulantes estaban tan irritados como Guerásimov o más aún y se miraron a los ojos como preguntándose unos a otros: ¿nos vamos?

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