No habíamos vivido nunca una situación así. Todos estábamos verdaderamente perplejos. Ángel Buendía había sufrido una entrada muy fuerte durante un partido que estábamos jugando en el patio del colegio. Yo no estaba atento en ese momento, pero vi que rápidamente los niños que estaban más cerca hicieron un corro alrededor del herido tratando de saber lo que le ocurría, de tal modo que eso me impedía verlo. Por ese motivo también yo eché a correr en aquella dirección.

Recuerdo que era un día de sol y no hacía demasiado frío. Un tiempo bueno, nada que pudiera suponer algún tipo de mal augurio. Sin embargo, mientras avanzaba hacia el barullo, sentí que el sol me pellizcaba en la frente de un modo raro y tuve la certeza de que estaba a punto de descubrir algo muy desagradable. Cuando llegué, el niño tenía la pierna torcida de un modo tan grotesco que casi no se podía mirar. A la altura del tobillo un poco más arriba, su pierna se doblaba hacia fuera formando casi un ángulo recto. Los chavales se acercaban a mirar y al verlo daban para varios pasos hacia atrás con cara de terror ya que no podían aguantar aquella visión. Yo quise ser una excepción, porque siempre me resultaba muy difícil ver ese tipo de cosas y algunas veces me entraban náuseas si veía mucha sangre, así que aquel día me impuse la disciplina de tener que mantener los ojos sobre aquella pierna imposible. El pobre chaval lloraba profiriendo chillidos de dolor que nos parecían plenamente justificados. Javi, el niño gordito que le había roto la pierna sin querer, fue el primero en marearse. Dos chavales trataron de atenderle.

– ¿Quién ha llamado a una ambulancia? ¿Alguien ha llamado ya a alguna ambulancia? -decía yo todo el rato, porque había visto hacer eso en ocasiones así, en las películas de la tele.

Alguien dijo que Gazuya, el portero de mi equipo, había ido a buscar a Martínez, el profesor de historia, qué era el que estaba por allí aquel día vigilando el recreo, si bien éste se encontraba en aquel momento hablando con uno de los curas del colegio y no se había percatado de lo que estaba ocurriendo. Estaba allí junto al campo de fútbol, solo que en ese momento estaba de espaldas. Martínez era mi profesor favorito. Sus clases de historia eran como ir al cine. Quizás el mejo profesor que habíamos tenido nunca.

Cuando Martínez lo vio me dijo señalándome:

-¡Tú! Ve volando a conserjería y dile a la señorita Caridad de mi parte que llamen inmediatamente al médico de urgencias, que hay un niño con una pierna rota.

Salí corriendo con un sentimiento contradictorio, ya que por un lado pensé que era un motivo de orgullo que el señor Martínez hubiera confiado en mí para esa gran responsabilidad, pero por otro me fastidiaba no poder quedarme allí donde el suceso estaba acaeciendo. Por el camino me convencí de que sí que era una suerte dado que de esta manera me libraba justificadamente de tener que mirar aquella pierna horripilante, torcida de semejante manera.

Para llegar hasta la chica de conserjería, tenía que subir un piso de escaleras debido a que el campo de fútbol estaba construido aprovechando un desnivel del terreno. Al subir las escaleras resbalé en un peldaño de madera muy desgastado  y me caí. Me hice mucho daño pero seguí corriendo, aunque cojeando, porque entendía que el dolor y la urgencia que estaba atravesando mi compañero de clase era mucho más importante que el mío. Una vez subido aquel piso me encontré con el terrible y siempre amenazante padre Armengol, qué estado hablando con la madre de un niño junto a la reja de uno de los ventanales. Al verme, hizo un gesto de pararme como un guardia de tráfico y, tratándome de usted como siempre hacía con todos los niños, me dijo:

– Usted -y me señaló con el dedo-, quédese ahí mismo esperando, qué le voy a decir yo algo por correr por los pasillos.

Fui a responderle pero de nuevo me dijo:

-¡Que se espere y calladito, por favor, que estoy hablando con una persona mayor!

Me quedé clavado. No me atrevía a responder al padre Armengol. Parecía orgulloso de dar esas muestras de autoridad y poder sobre mi, pobre niño, delante de aquella mamá. Esperé un poco más, pensando en que a lo mejor su conversación estaba a punto de terminar y comencé a tocarme la rodilla,  que me estaba sangrando ya que parecía haberme rasguñado  con algún clavo. Sin embargo, la madre que estaba hablando con él no paraba de explicarle cosas, y yo empecé a sentir una tensión cada vez mayor porque no me atrevía a decirle nada el padre Armengol pero me acordaba de la pierna de Ángel Buendía. Finalmente me atreví a decir

– Padre Armengol, es que…

– ¿Pero te vas a callar de una vez cuando estamos hablando las personas mayores? ¡Niño maleducado! Contigo hemos fracasado. Vanos a tener que devolver el dinero a tus padres.

La madre rió el comentario del sacerdote.

– Es que Ángel Buendía se ha hecho mucho daño

El padre Armengol se puso todo lo condescendiente que pudo dando a entender a la mamá la enorme paciencia que había que tener en un colegio con tanto chiquillo.

-¿Tantos daños se ha hecho Ángelito Buendía?

– Se ha partido la pierna, padre Armengol.

-En fin padre -dijo la mamá-, le dejo, que ya tiene usted bastante lío para que yo le aburra con mis problemas.

-Aquí los problemas son continuos, ya ve, y no se terminan nunca.

Y el padre Armengol, con su barbilla hacia arriba, siguió comentado a la mamá los muchos conflictos que provocábamos continuamente y que él debía resolver. Su espalda era recta, perfectamente recta, recta como su recto y rígido criterio,  como si se apoyase en una pared. Su figura delgada, alargada, con sus faldones de cura hasta el suelo, me recordaban a los gigantes que cartón que sacaban a pasear durante las cabalgatas en las fiestas. Pasaron quizás diez o quince minutos más, que yo sufría enormemente, tapándome la herida de mi rodilla con la mano, ya que me había caído por correr en la escalera, cosa que estaba prohibida. Hasta que mi tensión fue tal, que me eché a llorar. Él me miró  de reojo, se dio cuenta, pero siguió hablando con la mamá. Entonces me entró tanta rabia que le dije gritando con la poca claridad que me permitían mis lloros:

-¡Padre Armengol, quiero ir a conserjería a pedirle a la señorita Caridad que llame al médico de urgencias!

– Venga, padre, me voy. Adiós y gracias por atenderme -dijo la mamá.

El padre Armengol parecía irritado como siempre.

-¿Por esa heridita de nada? -y se empezó a reír.

-Es por Ángel Buendía -respondí sorbiéndome los mocos.

-¿Y a ti quién te ha dicho que llames al médico o que se lo digas a la señorita Caridad?

-Me lo ha dicho el señor Martínez, que se lo pidiera a la señorita Caridad de su parte.

Yo lloraba con verdadero odio. Pero el padre Armengol, en vez de dejarme ir, me miró torciendo la cabeza hacia un lado como quien huele algo raro. Después avanzó un paso e inclinándose hacia mí me miró fijo a los ojos sujetándome un brazo con fuerza.

-¿Y qué estaba haciendo el señor Martínez cuando eso ha pasado?

A partir de ese momento el padre Armengol a pesar de que yo le decía que a Ángel le dolía mucho, se entretuvo en hacerme un interrogatorio respecto a la situación exacta en la que estaba el señor Martínez cuando el accidente había ocurrido. Dónde exactamente tenía sus pies el señor Martínez, con quién hablaba, hacia dónde miraba, cuánto tiempo duró su conversación… Hasta un niño como yo se daba cuenta de que el Armengol odiaba al señor Martínez. Al final, yo tuve que decirle que no estaba exactamente observando lo que ocurría en el partido sino unos metros más allá y mirando en otra dirección. Era ridículo culpabilizar a Martínez por lo que había ocurrido. Por fin, me dijo que fuera ya a pedirle a la señorita Caridad que llamase por teléfono al médico de urgencias, pero entre unas cosas y otras habíamos perdido unos 35 minutos en los que Ángel Buendía no había dejado de dar alaridos de dolor.

Javi Fernández Puerta, sufrió un ataque de histeria. Se sentía culpable de ver cómo se sufría su compañero y estaba rígido, tumbado en el suelo, atrayendo tanta atención o más que el chico de la pierna rota. Cuando yo llegué, los otros niños me preguntaron en tono de reproche por qué había tardado tanto y cuándo iba a llegar el médico. El padre Armengol estaba absolutamente impasible mirando al niño de la pierna rota y al otro pobre crío en estado catatónico. El señor Martínez tenía la cara descompuesta. Sin embargo, pude intuir que el padre Armengol tenía algo que ver con eso.

Sonó el timbre del patio. Nos mandaron a todos a clase y quedaron junto a los dos niños tumbados en el suelo, en medio del campo de fútbol,  el profesor Martínez, el padre Armengol y el hermano enfermero, que solo daba bofetadas y pellizcos al corpulento Javi Fernández, que se había quedado tieso como un palo. O como un muerto.

Entré en el aula y me fui en mi sitio, aún muy rabioso y alterado. Todos los alumnos nos acercamos a la ventana hasta que llegó el hermano Goicoechea. Mi pupitre estaba junto a la ventana y pude ver la recta figura del sacerdote hablando al señor Martínez y comprendí lo que estaba a punto de ocurrir.

Bastante más tarde de lo que todos habríamos deseado, llegó una ambulancia y se llevó ya, menos mal, a los dos niños de una vez.

Faltaron a clase al día siguiente. Tuvimos a primera hora geografía con el padre Armengol, quién nos contó que al niño Buendía, “que ayer tuvo un mal día”, y al decir esto los lameculos de la clase se rieron muchísimo, le habían escayolado la pierna y nos aseguró que estaría unos cuantos días de baja. Tenía además rotura de no sé qué ligamentos y músculos. El cura, mientras nos lo contaba, se limpiaba el polvo de tiza de las manos de un modo insistente y obsesivo. Me di cuenta de que yo necesitaba confesarme cuanto antes por odiar a ese cura. También nos confirmó que el otro niño, Javier Fernández Puertas, había sufrido una especie de crisis nerviosa, pero que ya lo había superado y que sin embargo estaría cuatro días sin colegio como castigo por haber ocasionado tan grave accidente, porque, según él, aunque fuese sin querer, había que tener más cuidado, y en esto permitió un conato de polémica en la clase, cuando un niño sacó a relucir que le hicieron una entrada muy dura a Reija, el futbolista del Real Zaragoza, la semana anterior, en el partido contra la Real Sociedad. Pero el padre Armengol zanjó la charla rápidamente porque quería examinarnos por sorpresa de las cordilleras y de los ríos. Por otro lado, argumentó el padre Armengol que todas las desgracias del mundo ocurrían siempre cuando los niños no estaban convenientemente vigilados y por eso había que poner mil ojos cuando los alumnos jugaban, porque sus papás confiaban sus hijos queridos a la institución colegial, y aquella era una gran responsabilidad…

-¡Padre! -levanté la mano para poder hablar.

-¿Qué le pasa esta vez el señorito Jorge Burgos? -me preguntó con ese tonito de sarcasmo inmotivado con el que continuamente se quería adornar.

-Que tengo ganas de vomitar.

El sacerdote me miró inexpresivo, sin mover la cara ni para pestañear durante algunos largos segundos ante el silencio absoluto del aula.

Días más tarde, nuestro profesor de historia, quien nos había explicado un día que un Papa, durante la Edad Media, era como un político más, se despidió de nosotros emocionado. Dijo que, por motivos personales, no podía seguir dándonos clase. Me sentí deprimido por el peso de la culpa al haber cometido la torpeza de dejarme sonsacar por el padre Armengol lo que, por algún motivo que yo no comprendía, estaba deseando oír. Una excusa absurda y peregrina para poder cargar contra él.

Pocos días después, llegó otro profesor que no tenía ni remotamente el mismo carisma que el señor Martínez. Se acabaron aquellas clases tan apasionantes de historia. Ahora eran un aburrimiento. Siempre que había historia, yo me distraía mirando el campo de fútbol. Pero no tardó mucho en saberse que el nuevo profesor era el sobrino del Padre Armengol.