Al encender su ordenador, ella está siempre ahí. Quizás esperándolo. Unas veces le saluda. Otras le mira, o siente él que le está observando sin hablar desde su dispositivo electrónico. Se leen mutuamente. Comparten charlas muy especiales. Él imagina que están presos en una cárcel medieval, en dos cámaras separadas. No pueden tocarse, ni verse siquiera. Hacerse llegar sus voces les aporta mucho o casi todo. La noche cae sobre ellos y el silencio les cubrirá en minutos. Pero antes de quedar dormido recordará que ella es un rayo de luz atravesando la humedad de su celda de piedra fría. Cuando se acueste, ella puede soñar que se refugia en él, porque también lo siente así. Se lo cuentan y él confirma: su nuca,  que desearía peinar con los dedos, y su cuello delicado de ave, encajarían bien entre su brazo y su pecho. Cómo no protegerla si comparten esta misma peripecia de naves a la deriva. Pero al apagar el ordenador, cambian de una realidad a otra más abierta e incómoda que sus mazmorras imaginarias, y él cada vez tarda más segundos en olvidar el diminuto haz de luz transparente que estaba iluminando su sonrisa, la que ella le provoca, endulzando su común presidio virtual.

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