Alberto tenía un perro. No es raro tener un perro, mucha gente tiene. Quizá hay que decir que, en mi opinión, no totalmente imparcial, Alberto era un hombre perro. Por fuera no, exteriormente era como todos. Un poco más cretino de lo habitual quizás. Bueno, ser más cretino de lo normal es lo más normal, porque lo que yo entendía como normal se ha convertido en una calidad estadísticamente escasa. Pero lo de recibir mi desdén es independiente de tener perro. A mí los animales domésticos me gustan. Alberto era perro, pero no sé deciros por qué. No es que fuera más malvado de lo corriente como un perro rabioso, o más cínico de lo frecuente (ya sabéis la etimología de la palabra cínico), ni más fiel y más generoso, que de eso tenía lo justo o menos. No. Era un hombre del montón. De esos que hay a miles. En mi familia siempre teníamos pastores alemanes. Cuando uno moría adquiríamos otro, y siempre le poníamos el nombre del anterior. ¿Para qué molestarse en ponerle otro apodo? Estoy convencido de que en el fondo todos nuestros perros eran siempre el mismo. La identidad ha sido sobre valorada desde el principio de la edad moderna, tanto en los humanos como en las mascotas. En eso deberíamos volver al medievo. Por eso Alberto era como los canes que tenían mis padres.  Siempre hay alguno así cuidando una finca, y no hay tanta diferencia entre unos y otros.  Alberto cuidaba el negocio de su jefe ladrando como cualquier otro perro, orgulloso, ignorante de que todos los perros pasan a la historia sin más. Era tan parecido a otros tipos como él, que en vez de tener un nombre deberían haberle puesto en la pila bautismal algún código alfanumérico. En realidad todos deberíamos llamarnos igual. No ya como nuestro padre, sino simplemente Humano más una buena ristra de dígitos. Es como esas muñecas que vendían hace años, que las piezas estaban hechas en una cadena de montaje y cambiabas un poco algún detalle entre las posibles opciones para poder regalar a cada hija una muñeca que fuera diferente cualquier otra. Pues no, niña, no. Estaba hecha en serie, como tú misma y como todos los seres que pueblan el mundo. La conciencia de nosotros mismos es un fraude. Lo digo así, en general. Y en el caso de Alberto, en particular. Si no lo conoces, no te pierdes nada que no hayas visto antes.

Alberto, manejó sus asuntos con astucia suficiente como para encontrar su hueco en el negocio de un empresario peculiar. Pronto se convirtió en una especie de director por debajo de su director. Y siendo como era un tipo ramplón trató de potenciar su imagen. Consciente de que su persona carecía de faceta alguna de interés especial, Alberto se compró un bote de gomina y un perro. Se dejó crecer una mata de pelillos rizados que embadurnaba con aquel pegamento. Tenía poco pelo, como su perro. Cuando llovía, al pero se le mojaban sus escasos bucles y entonces parecían padre e hijo. Fue como si una letra “i” hubiese salido a encontrar su punto y volviese con diéresis. Los empleados de aquella empresa, se burlaban de sus cuatro rizos ralos y pringosos. Supe que aquel segundón quería hacerse con la banda y saqué mi silla a la calle para tener donde sentarme el día de la despedida. Y así ocurrió.

La vida es vana. Quizá esperabas algo más de este relato. Pero es que Alberto no daba para más historia.

Le perdí el rastro. Hoy llueve y he visto a un perro como el de Alberto agachar la cabeza bajo el aguacero.