Seis días con sus noches lloviendo sin parar y después, tiniebla y jazz. Se precipita lo inevitable al tratar con torpeza los silencios, las atmósferas de falsa tranquilidad.

Veréis, yo vivía con una mujer a la que amaba con cierta pasión. Irma, mi tercera esposa. Ella poseía todos los dones juntos que ninguna de mis anteriores esposas había conseguido reunir. Inteligente. Con gran ingenio resolvía pequeños y grandes problemas cotidianos. Sonreía y hasta apreciaba con sensibilidad la música. Culta e irónica. Me gustaba demasiado para dejarla marchar. Su humor y su conversación me alegraban considerablemente los días, por lluviosos que estos fueran. En la cama era generosa, sin limitaciones insulsas que muchas mujeres tienen a bien prohibir a sus parejas… Ella era activa y sumamente receptiva… Gocé de una plácida vida a su lado, tan dulce y caliente, tan divertida, que vi grandes posibilidades de eternidad a su lado. Pero ciertas catástrofes son inevitables, y yo comprendo que incluso las propicio. Tengo un imán poderoso para atraer cierto tipo de problemas. Lo acepto.

Y como caído del cielo, se atravesó en mi vida el vertiginoso cuerpo de Sally Preston. Uno de esos cuerpos que surgen una vez en un millón de años. Quedé deslumbrado con aquella cantidad de curvas que se daban cita en tan poco espacio de cuerpo. Voluptuosa y explosiva, aún sin proponérselo. Sus demás virtudes no eran gran cosa, pero ¿a quién le importaba que no fuese perfecta? ¿Acaso lo soy yo?

Nada más conocerla en una conferencia sobre ovnis y platillos volantes, sentí la inevitable necesidad de obsequiarla con una mini conferencia personalizada. Le expuse mi inquietud y preocupación por los agujeros negros y la velocidad de la luz. Recité al aire incluso algunos poemas que recordaba de la niñez. Mi comportamiento estúpido e infantil pareció caerle en gracia, pues ella no podía dejar de reír ante mis ocurrencias. Mis instintos erótico-salvajes crecían por momentos…

Un poco más tarde en la habitación de su hotel, algo más crecía en mi entrepierna mientras la chica se desnudaba silenciosamente, dando saltitos sobre la cama. Sencilla como un animalito, no brillaba por su inteligencia, pero llegados a este punto, podría haberle perdonado cualquier cosa. No quise evitarlo, es cierto. A partir de ahí las mentiras se fueron sucediendo en casa. Cada noche salía con un pretexto, un velatorio, una enfermedad o un accidente de tráfico. Al pasar las semanas había estrellado tres veces el coche, matado en dos ocasiones al mismo amigo, e ingresado en urgencias por intoxicaciones alimenticias varias…

Irma, mi tercera esposa era paciente, madura y sensata. Supo desde el primer velatorio, que yo andaba con otra, pero no me dijo nada. Se mostraba comprensiva y observadora. Y silenciosa, muy silenciosa. Nuestras relaciones íntimas se habían espaciado considerablemente, aunque intentaba satisfacerla en la medida de lo posible, dado que los encuentros con Sally me dejaban sin reservas. Pero hay que comprenderlo ¿quién puede ser feliz con una única mujer?

A cada una la apreciaba de un modo y por una virtud distinta, ambas se complementaban. Tener a dos mujeres excelentes a mi disposición me elevaba por encima del cielo… Como un dios que decide al elegido. Los encuentros se fueron manteniendo en el tiempo. Mi tercera esposa, consentía mis escapadas con su habitual generosidad, aunque yo desconocía su “conocimiento”. Y Sally, la mujer del cuerpo bomba, me veneraba y admiraba con especial dedicación. ¡Qué felicidad!

Pero ya os dije que tengo un imán para los problemas, y a los pocos meses comencé a perder la cabeza por Margaret Fidz, la uróloga que conocí en una de mis revisiones sin importancia. Cada semana acudía a la consulta con un pretexto… ella sonreía sin parar, aludiendo que no había conocido a otro paciente tan sano y tan insistente. Y entre risas me invitó a salir. ¿Cómo decirle que no?

Aquella noche le dije a mi tercera esposa, que mi jefe había muerto. A Sally, le confesé, que yo mismo había muerto. Y a la bella y delicada Margy, le di la bienvenida a mi vida…

Durante tres años fuimos felices, Irma, Sally, Margaret y yo… Pero las desgracias nunca vienen solas, y apareció… Svitlana, una pianista ucraniana de largos dedos, de mirada dulce y cándida… Sin duda la mujer perfecta… al menos hasta que apareciese la definitiva.

Hace unos días, una orquesta de jazz improvisaba unos acordes funestos bajo la lluvia, mientras yo recibía sepultura… Mis cuatro mujeres decidieron en silencio que debían acabar con la mala hierba que crece en mi. No las culpo.

Por fin puedo descansar, siempre supe que las mujeres acabarían conmigo.

Mara Marley

 

 

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