¿Es usted escritor?

Lo intento.

¿Está escribiendo una novela?

Más o menos.

¡Está bien lo que ha escrito!

¿Lo estaba leyendo?

Disculpe no he podido evitarlo. Lo he visto tan entusiasmado golpeando las teclas del portátil y el viaje es tan largo que el deseo ha sido más fuerte que la prudencia…

¿Siempre hace eso?

¿Espiar?

No, hablar de esa manera.

La vedad es que no, pero usted me ha inspirado respeto.

¿Me está llamando viejo?

¡Por Dios! Nada más lejos de mi intención. Me refería a lo concentrado que estaba escribiendo. Siento una profunda admiración por quien es capaz de imaginar una historia como la que está escribiendo ahora.

¿Y cómo sabe que es fruto de la imaginación? ¿Cómo sabe que no ha sucedido de verdad? ¿Cómo sabe que no soy un asesino en serie que como macabra firma escribe en forma de relatos los asesinatos que ha cometido?

Porque eso ya está inventado.

¿Le parezco poco original?

No me parece un asesino.

Nunca se puede fiar de quien se sienta a su lado.

Correré el riesgo porque me gusta leer.

¿Es usted un cotilla?

Me refiero a que me gusta leer cualquier cosa.

Quizá sea una desviación peligrosa.

¿leer?

No, espiar lo que escriben otros.

Ya le he pedido disculpas. Si quiere me cambio de asiento.

El comienzo no fue muy esperanzador. Llevábamos poco más de media hora de viaje y todavía quedaban tres por delante. Tenía como compañero a un joven extrovertido y fisgón que debería venir de algún campamento de verano porque llevaba atado al cuello uno de esos pañuelos de aventureros que solo ellos saben qué significado tienen los diferentes colores de esa prenda. Insolente y lenguaraz como corresponde a su edad hormonal, no paraba de interrumpirme entusiasmado con lo que estaba escribiendo compulsivamente en uno de esos escasos momentos de inspiración torrencial. Yo quería aprovecharlo porque cada vez eran menos frecuentes y no podía dejar ir descontroladamente a mi imaginación porque allí estaba él preguntando continuamente sobre lo que escribía. Al menos no me daba consejos ni me sugería escenas o personajes, se limitaba a preguntar como cuando un niño comienza a descubrir las sutilezas del lenguaje.

Puesto que ya somos amigos…

De eso nada. Somos compañeros de viaje.

Bueno, no se ponga así. Llevamos ya dos horas juntos compartiendo la historia que está plasmando en esa relato…

Pues se habrá dado cuenta que se trata de un asesinato.

Lo intuyo pero todavía no lo capto.

De eso se trata.

¿Me está llamando tonto?

No muchacho, no —me mostré por primera vez condescendiente—. Me refería a ir mostrando poco a poco la trama sin descubrir el desenlace hasta el final y mantener al lector enganchado durante toda la lectura.

¡Puag! Eso es una mierda. Las novelas así son lentas y aburridas. Hay que ir al grano desde el primer momento. Ación y más acción….y sexo, claro. El sexo es importante.

Pero escribir no es hacer una película.

¿Cómo que no? Pues entonces qué gracia tiene si uno no lo puede ver plasmado en una pantalla.

El cine es tu cerebro cuando lees. La imaginación es la proyección…¿Lo entiendes?

¿Y las palomitas? ¿Cómo las metemos en el cerebro?

No pude evitar sonreír. Me caía bien el chaval aunque era un incordio. Miré al frente y observé como el marcador de velocidad alcanzaba los 300 Km hora. Mi compañero ocasional se mostraba entusiasmado con ello.

Impresionante la velocidad del bicho este. Así deberían ser las novelas.

Como tu vida , ¿no?

Vive deprisa y deja un cadáver joven….¿quién dijo algo así?

«Vive rápido , muere joven y dejarás un bonito cadáver»

Esa, esa , ¿de quién es?

Precisamente corresponde a un dialogo de una película aunque erróneamente se le atribuye a James Dean.

Impresionante la corta historia de ese actor.

Yo puedo ayudarte a ser un bonito cadáver si es eso lo que quieres.

¡Venga vamos!… ¿Me va a meter en su novela?

Él soltó entonces una enorme carcajada como si un colega suyo le hubiera explicado uno de esos chistes tan básicos y absurdos que uno no recuerda por qué hacen tanta gracia cuando eres joven.

Ustedes dos, ¿pueden bajar la voz? —nos interrumpió la usuaria del asiendo delantero.

Disculpe señora, ¿pero acaso este es el vagón del silencio?

No le haga caso —intercedí—. Le pido disculpas.

No hable por mí, que ya soy mayorcito.

Pues demuéstralo y no dejes en mal lugar a tus padres —volvió a intervenir la señora molesta.

No miente a mis padres, se ha metido donde no le llaman.

Vamos a calmarnos todos un poco o les hago bajar en la próxima estación.

Quien nos dirigió esa advertencia fue un empleado de la compañía que había sido avisado por otro pasajero. Nos quedamos en silenció durante unos minutos. Aproveché para reemprender mi relato y mi joven amigo se quedó ensimismado mirando por la ventana sin poder ver nada porque a aquella velocidad era difícil posar la vista sobre cualquier detalle.

¿Puedo saber de qué va entonces lo que está escribiendo?—dijo casi susurrando.

De un señor normal de apariencia digna y nada sospechosa, que comete sus crímenes en los trenes de larga distancia. Sobre todo se ceba con jóvenes preguntones que lo incordian constantemente.

Muy gracioso.

De Verdad. Este asesino se mueve constantemente por el país y comete sus crímenes al azar. Nunca en el mismo tren. No para más de una día en cada ciudad y siempre coge un tren diferente. Está en continuo movimiento y una vez cometidos los escribe también en los vagones. Estos los publica, con éxito, en otro idioma bajo un pseudónimo imposible de relacionarlo con su identidad y en las antípodas de donde comete los asesinatos. Nunca deja de estar en movimiento, se podría decir que vive en el tren de día y de noche pernocta en cualquier ciudad que esté en su recorrido. La policía lo conoce como «El misterioso asesino del tren». No tienen ninguna pista, no saben por donde empezar a buscar y no hay ninguna relación entre los muertos. La única constante es que se trata de viajeros del ferrocarril.

La que sonrió ahora era la pasajera que nos había interrumpido indignada antes, al ver como se quedaba mudo mi joven acompañante. Además de quedarse sin habla volvió a desviar la mirada hacia la ventana en busca de consuelo. Por primera vez deseó estar ya al final del trayecto. Le quedaba poco.

Proseguimos el viaje en silenció y yo pude completar mi obra. Me bajé en la siguiente estación con la ceremonia acostumbrada. Ya en el andén me quedé observando la ventanilla donde el joven tenía apoyada la cabeza sin vigor alguno. La mitad de la cara empotrada contra el cristal dándole una aspecto fantasmagórico muy propicio para la ocasión. Como un muñeco de trapo yacía inerte aquel cuerpo larguirucho. Sonreí maliciosamente mientras observaba como el tren arrancaba sin que nadie lo hubiera advertido.

Diez minutos más tarde despertó sobresaltado. Se había quedado dormido profundamente, seguramente como medida de protección (reminiscencias de cuando era niño de teta) ante lo que no le gustaba. En tan poco tiempo tuvo una pesadilla de la que se había despertado bañado en sudor y totalmente lívido. En ella un señora de edad inclasificable, pero que bien podía ser su madre, le había rebanado el cuello con un corta uñas y le había arrancado la oreja de un mordisco. La señora había perdido los nervios porque le molestaba su tono de voz. Abrió bien lo ojos para confirmar que estaba ya en el mundo real y se dio cuento que estaba solo. Se dirigió a la pasajera intransigente:

¿Ha visto al señor que estaba a mi lado?

Esta no contestó. Se incorporó y adelantó su cuerpo para aproximarse a ella. Le dio unos golpecitos en el hombro para llamar su atención y el cuerpo de ella se desplomó sin que nada ni nadie pudiera frenarlo. Quedó tendido de forma caprichosa en el suelo del vagón, quedando el torso y la cabeza en medio del pasillo a la vista de todos. El resto de pasajeros se alarmó inmediatamente y no tardaría en llegar el revisor. En ese momento el joven de dio cuenta que tenía las manos ensangrentadas. Apoyó su espalda de nuevo sobre el respaldo para tomar aire y para no llamar la atención. Le costaba respirar. No se podía creer que le estuviera ocurriendo aquello: era exactamente igual que lo que estaba escribiendo su desaparecido compañero. Se daba golpes en la cara para asegurarse de que no era una pesadilla. Sobre el asiento vacío un trozo de papel le llamó la atención. Era una nota. La cogió y la leyó:

«A ver cómo explicas esto a la policía. Ha sido un placer compartir el viaje contigo»