Era el libro más buscado, el más deseado, el que todo el mundo quería leer. No se le podía asignar ningún género en concreto. Decía la leyenda que los repasaba todos y que te atrapaba desde el mismo título. Que el que lo leía no volvía a ser el mismo. Eso decía la leyenda porque nadie pudo explicarlo. Nadie regresaba después de leerlo. Unos decían que desparecían por culpa del embrujo de sus letras, otros que simplemente entraban en otra dimensión, atrapados entre dos mundos por culpa de la fantástica historia que desarrollaba. Los más exagerados decían que eran engullidos por sus páginas y los románticos que se dejaban morir porque no podía haber ya nada mejor en esta vida.

La búsqueda había causado más de una guerra a lo largo de los siglos. Mecenas de todo el mundo, cuando se cansaron de buscar el elixir de la juventud, se lanzaron a patrocinar expediciones por todo el mundo en busca de tan famoso compendio. Mucha gente murió en su empeño sin conseguirlo. Cuando corría el bulo que se podía encontrar en una zona fronteriza, los países implicados entraba en conflicto y luchaban ferozmente por hacerse con el manual.

Los buscadores de oro habían cambiado el objetivo cuando se enteraron del valor que tenía ese libro. Mercenarios se alquilaban a tiranos del todo el mundo porque estaban convencidos que sus páginas escondían el secreto para perpetuarse en el poder. Los peregrinos cambiaban sus destinos tradicionales, donde aspiraban a descubrir un milagro, por otros lugares que nunca encontraban y los penitentes dudaban si entregar su sacrificio a los santos acostumbrados o a ese manuscrito. Los líderes religiosos de las diferentes confesiones, habían emprendido cruzadas por todos los rincones del planeta, para luchar contra el abandono por parte de sus fieles a las respectivas escrituras sagradas. Habían declarado a ese deseado volumen como proscrito y era la única vez que todas las religiones monoteístas se pusieron de acuerdo.

Políticos corruptos y multinacionales desalmadas destinaban buena parte de sus presupuestos a impulsar organizaciones pero no para localizarlo, sino para construir una ilusión paralela para seguir dominado a sus administrados y subordinados. Si era necesario inventaban haberlo encontrado y los más miserables escribían uno diciendo que era el original. El resultado era un tomo tan denso y vulgar que el pueblo rápidamente descubría la patraña.

A él no le movía aparentemente ninguno de esos motivos. Era escritor. Había publicado con mucho éxito dos novelas de las que sentía muy orgulloso, pero eso fue hace algunos años. Desde entonces se había quedado en blanco. Había empezado infinidad de relatos que apuntaban a una buena historia, pero no prosperaban. Como todo el mundo hablaba de ese libro, se le antojaba poca cosa cualquier ficción nacida de la mente de un simple humano. No era verdad, pero era lo que su enferma imaginación había construido, así que todo el dinero que ganó con la venta de sus dos «Best Sellers» lo destinó a encontrar el manual que le proporcionaría el secreto para poder triunfar otra vez, para seguir escribiendo… para poder vivir.

Viajó por todo el mundo, subió montañas conocidas y alguna desconocida. Buceó, voló y corrió por infinidad de lugares persiguiendo cualquier rastro que encontraba. A veces la pista le conducía al lado opuesto de donde se encontraba, pero él no dudaba en atravesar el globo para confirmar que otra vez era falsa. No perdía la esperanza porque todo ese tiempo invertido le estaba proporcionando infinitas historias que algún día podría plasmar en otra novela. Mientras viajaba errante por todo el planeta vivió numerosas aventuras no todas con final feliz, conoció el amor y también el desamor. Fue dejando el fruto de su vigorosa fertilidad por cuantos lugares se acomodaba. Disfrutó del paisaje y de la compañía humana, de infinitas conversaciones y alguna que otra discusión acalorada. Lloró también con la pérdida de personas con las que se había encariñado y pasó imborrables momentos con los que conectaba.

No era un día especial cuando sucedió. Se encontraba en el fondo de una gruta cerca de un acantilado. Había llegado allí siguiendo el enésimo indicio, pero el corazón le latía con más fuerza que nunca, cosa que interpretó como algo premonitorio, como el anunció de que por fin había llegado a su destino. A pesar de la humedad del lugar, tenía la boca seca. Escuchó el sonido de una gota que golpeaba con perseverancia sobre lo que parecía un cajón. El techo sudaba y dejaba ir en forma de lágrimas condensadas, diminutas gotas que parecían indicar el lugar exacto. Se acercó y vio el cofre oxidado. El impacto cansino del agua sobre el mismo lugar  apenas había conseguido erosionar la superficie de la tapa del arcón.

Se secó las palmas de las manos sobre su ropa mojada consiguiendo el efecto contrario. Aun así su mente interpretó que ya las tenía secas y abrió el cofre con suma delicadeza. Este emitió un sonido sordo que retumbó por toda la cueva. Allí estaba, envuelto en un trapo roído pero bien conservado. Las cubiertas de piel de vacuno cosidas  a unas hojas que se adivinaban anacrónicamente blancas.

El corazón le latía cada vez más deprisa, parecía querer salir del pecho. Cada trago de salida le rascaba la garganta como su fuera de arena. Leyó el título: «Manual de vida». Le sorprendió. Mejor dicho: le decepcionó. «¿Cómo algo tan simple podía tener tanta trascendencia?», se preguntaba a sí mismo. Lo abrió y lo que vio lo dejó paralizado: tenía ante sí su propio reflejo.

Salió cabizbajo de la gruta depositando el manual en el mismo lugar que lo había encontrado. Se dirigió hacia el acantilado con una terrible sensación de desasosiego. En el borde se quedó mirando el horizonte infinito en busca de una explicación. Cuando ésta parecía que le había llegado se despeñó por el cortante precipicio mientras una sonrisa ocupaba todo su rostro. Murió antes de llegar abajo porque el corazón se le paró de golpe.